A la confusión por la fusión
La pérdida de independencia de los organismos regulatorios no augura nada bueno
La decisión de fusionar en un único organismo de regulación la Comisión Nacional de la Competencia, la Comisión Nacional de la Energía, la Comisión del Mercado de las Telecomunicaciones y cinco más llena de inquietud sobre la regulación de actividades económicas fundamentales.
Si por algo debemos inquietarnos es por el fracaso o el desfallecimiento de la regulación —o de la falta de regulación— cuyos efectos destructores y sistémicos han sido evidentes en el sector financiero. Solo falta que la desregulación conectada con la fusión de los organismos citados implique poner palos en las ruedas de una incierta, eventual y futura recuperación en los sectores económicos correspondientes, derivadas de las incertidumbres de los inversores en los mismos, por un cambio de modelo regulatorio que no es el que se ha preconizado y se sigue preconizando hasta ahora por la Unión Europea en sectores tan importantes.
Ese fracaso probable de la regulación como consecuencia de la fusión de organismos se derivaría del cambio radical de concentrar en uno solo lo que hasta ahora correspondía a varios y de recuperar para la Administración central competencias y potestades que se había considerado esencial atribuir a organismos dotados de autonomía o independencia respecto del poder político.
1. La concentración y sus consecuencias
Se pretende fusionar en un único organismo el control de actividades económicas muy diferentes entre sí y con problemáticas muy peculiares, cada una de ellas en función de los sectores de la realidad económica de que se trata y en función de los objetivos que, en cada uno de ellos, se trata de garantizar. Casi lo único en común en esa barahúnda de actividades es que, en su mayor parte, habían sido objeto de una no lejana liberalización que exigía que los poderes públicos cambiasen su forma de aproximarse a las mismas. En definitiva, partiendo de su liberalización y, por tanto, de la libre iniciativa privada, había que poner en pie una nueva función reguladora por parte de los poderes públicos. Regulación diferenciada para cada una de las actividades, como correspondía al reconocimiento de sus propias peculiaridades, que debía ser conducida por un organismo igualmente diferenciado de acuerdo con las normas europeas que han ido regulando estas actividades.
Todo eso es lo que quedará gravemente comprometido por concentrar en un solo organismo la toma de decisiones en ámbitos tan heterogéneos —en sus propias realidades y lógicas— que es imposible que puedan ser conocidos con una mínima profundidad por las nueve personas que parece que van ser responsables de las decisiones regulatorias. La fusión pretendida conduce al imposible conocimiento de los sectores que regulan por los encargados de su regulación, y con ello, muy probablemente, al caos y, a la postre, a la desregulación. Por no mencionar el grave riesgo, en esas condiciones, de captura del regulador.
Se pretende fusionar en un único organismo el control de actividades económicas muy diferentes entre sí y con problemáticas muy peculiares
¿Qué tienen que ver los problemas correspondientes al non nato Consejo Estatal de Medios Audiovisuales o al Consejo Nacional del Juego con la Comisión Nacional de la Competencia? En el ámbito de las comisiones de la competencia, las aparentes proximidades entre la correspondiente a la energía y la de las telecomunicaciones no pueden ocultar sus grandes diferencias. Sin duda, eso explica que la Unión Europea haya partido en todas sus normas en estos campos de una realidad que reconoce la existencia de distintos reguladores para cada uno de esos ámbitos.
No en vano, las comisiones de la competencia operan básicamente sobre mercados en que la competencia es un dato de la realidad y solo se trata de combatir ex post las patologías que perturban esa realidad.
Pero nada de eso ocurre en mercados como la energía o las telecomunicaciones, en los que se parte de que, en la realidad, esos mercados no pueden existir como tales si se les deja entregados a su propia dinámica. Y no pueden existir porque estamos ante actividades abocadas al monopolio por tratarse, entre otras cosas, de actividades en red que la práctica y la doctrina consideran como las propias de monopolio natural.
No se trata, así, de corregir patologías o desviaciones de una fisiología o una morfología normal en la que el mercado existe de modo natural. Por el contrario, la regulación en estos ámbitos pretende forzar, desde el principio, el curso natural de las cosas para que aquello que de modo natural está abocado al monopolio pueda llegar a ser un mercado. La regulación pretende deformar el ser y la tendencia de las cosas para construir un mercado allí donde de modo natural no podría haber mercado. De ahí la intervención ex ante que caracteriza la regulación en estos sectores y la exigencia de reguladores específicos, bien distintos del organismo encargado de corregir ex post las patologías de funcionamiento de los mercados que funcionan desde el principio y por sí mismos como tales mercados.
Habrá, claro, equipos y personal de apoyo. Pero tal apoyo no evita la falta de conocimiento de quien tiene que decidir, y con ello el riesgo de captura.
2. La reducción de las competencias reguladoras
En los borradores del anteproyecto de ley que circulan, funciones que hasta ahora venían ejerciendo los organismos existentes, se atribuyen a la Administración ordinaria sometida al principio de jerarquía. Con ello, lo que se cuestiona es el principio europeo de regulación de todos los sectores afectados: configurar un estatuto de cierta independencia en la regulación económica. Independencia frente a los regulados, pero también independencia frente a los poderes públicos.
Esta última independencia tiene toda su lógica cuando se está invitando a los inversores privados a invertir y a jugar en los nuevos sectores liberalizados como si lo hicieran en un mercado normal, pero en el que la naturaleza de la propia actividad exige la necesaria presencia de un regulador, de un árbitro. Los jugadores tienen derecho a esperar que ni el árbitro dependa de uno de los equipos en contienda, ni dependa de un poder público que pueda condicionar sus decisiones sobre el juego en función de otros intereses ajenos al juego mismo y sus reglas.
Se configura una cláusula residual de competencia a favor de los departamentos ministeriales que bien podría ser un réquiem por la regulación y su independencia.
El poder público puede estar interesado en condicionar las decisiones regulatorias cuando las mismas puedan afectar o de alguna forma incidir en los intereses del poder público o, más bien, de sus eventuales gestores. Hay decisiones que pueden afectar a tarifas, a la viabilidad o a los resultados de una empresa, nacional o extranjera, al empleo en las mismas, a su localización territorial, etcétera, en las que los poderes públicos pueden tener intereses comprensibles —electorales, incluso—, pero ajenos a lo que debe ser una correcta regulación, cuyo único objetivo debe ser que haya competencia y que las cosas funcionen como si se tratase de un mercado perfecto o lo más perfecto posible.
Pues bien, algunas previsiones de asunción por los poderes públicos de poderes detentados hasta ahora por los organismos de regulación, la insistencia en reconducir las competencias del único organismo de regulación hacia tareas de supervisión o el cuidado en reducir competencias normativas de las comisiones son una reconquista del terreno que se había entregado a las comisiones independientes. Esa pérdida de independencia no augura nada bueno para la regulación.
La última llamada de atención la constituye la proclamación en los borradores que circulan de que las competencias que tuvieran las comisiones a extinguir que no se les reconozcan en la nueva norma corresponderán a los departamentos ministeriales a los que estuvieran adscritas las comisiones. Se configura así una cláusula residual de competencia a favor de los departamentos ministeriales que bien podría ser un réquiem por la regulación y su independencia.
El análisis de la decisión de refundir no puede ser más inquietante. También lo es el primer motivo que por primera vez se invocó amparándose en la crisis para explicar la supresión y fusión de organismos, puesto que eso nunca puede justificar esa fusión si compromete la regulación de sectores básicos para la recuperación misma de la economía y retrae la necesaria inversión en los mismos.
En último término puede latir la sospecha de si la operación no respondería también, en alguna medida, al deseo de quitarse de encima a los consejeros heredados de la etapa del Gobierno anterior, aunque cada uno con sus propios orígenes en función de los criterios de nombramiento, que todavía tenían por delante años de mandato. Todo ello para ejercer un pleno control de los importantes sectores económicos afectados. Si eso fuera así, el panorama sería todavía más sombrío en la perspectiva de la salida de la crisis.
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