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El gran dilema de Lula

¿Qué hacer consigo mismo?, se pregunta ahora el presidente de Brasil

El G-20 ha consagrado a Lula, el carismático y taumaturgo presidente de la República de Brasil, como el líder de los países emergentes que piden justicia al mundo por el descalabro financiero mundial, creado, según él, por el primer mundo de "gente blanca de ojos azules". Ha pedido que desaparezcan los paraísos fiscales; ha pedido más Estado y menos capital privado, mayor control de los mercados, menos proteccionismo y más dinero para los países pobres, víctimas de la crisis.

La Reina de Inglaterra quiso a Lula a su lado en la foto oficial. El presidente estadounidense, Barack Obama, dijo a los otros líderes del G-20: "A mí me encanta este hombre", y Sarkozy se lo llevó del brazo alegando que Francia hacía suyas las reivindicaciones del líder brasileño. Hablaron juntos a la prensa mundial.

Dentro de casa, los últimos sondeos revelan que el 51% de los brasileños votarían en 2010 para sustituirlo en la Presidencia, al candidato o candidata que él presente. Si él fuera de nuevo candidato la mayoría a su favor sería aplastante. Todo indica que Lula prefiere no forzar la Constitución para representarse. Prefiere esperar para volver. Ha dicho, sin embargo, que no abandonará la política, ni pasará su tiempo dando conferencias en las Universidades estadounidenses.

Su dilema, sin embargo, no es fácil: ¿Qué hacer consigo mismo? ¿Qué hacer con esa popularidad que sólo porque no lo permite la Constitución no sería reelegido por tercera vez? Ese es su dilema. De fuertes convicciones personales, se ha hecho famosa su frase "nunca antes en este país", por él mil veces usada. Es consciente de que muchas cosas ya no serán iguales en el país despues de su pasaje por el poder. Ha dejado huella. No tanto en las obras o realizaciones, que han sido muy pocas visiblemente, sino en su forma de hacer política. Los brasileños buscan en él a un salvador: "nunca los pobres estuvieron tan presentes y protagonistas como con Lula", dicen unos; "nunca Brasil tuvo mayor visibilidad en el mundo", dicen otros.

Los medios de comunicación acuñaron el término de lulismo, para calificar su política, totalmente personal, diferente y a veces hasta en contraste visible con la del partido por él fundado, el Partido de los Trabajadores (PT), que lo llevó al poder. Hoy, Lula no es ya petista, es simplemente Lula, y sus seguidores son lulistas. ¿Creará un nuevo partido? Alguno de sus asesores lo dejó entender en voz baja a este diario. Lo cierto es que Lula es ya un líder sin partido, precisamente porque los ha tenido a casi todos a su lado en estos siete años de gobierno, aunque a veces a costas de ofrecerles suculentas tajadas de poder para sus líderes. La misma oposición ha estado más a su favor que en su contra. ¿De quién es entonces Lula? Sin duda, sabe que contará siempre con el PT, aunque en él, los más de izquierdas refunfuñen a veces de sus ideas neoliberales y de su predilección por los banqueros. Y el PT necesitará siempre de Lula para no perder su faro, ya que él ha eclipsado a todas las figuras importantes del partido, algunas de ellas quemadas en el escándalo de corrupción del 2005 que puso en peligro su misma permanencia en la Presidencia.

Lula sabe que, dado su carisma y sus altos índices de aprobación, inéditos en la historia de la democracia de este país, nadie quiere, en el mundo político, aparecer contra él. ¿Cual sería el peso de su seguimiento si decidiese crear un nuevo partido? ¿Y qué características tendría dicho partido? En buena parte, mucho va a depender de si acaba de salir la famosa y siempre aplazada reforma política. La modernidad de Brasil en muchos aspectos hace ya obsoleta la existencia de más de 30 partidos, prácticamente todos ellos sin idelogía propia, más bien lobbys de intereses muy concretos, sin fidelidad partidaria alguna. ¿Podrían, en un futuro inmediato, desaparecer la mayoría de esos partidos y dar luz verde para la creación de nuevas formaciones políticas en una línea más europea, con claros perfiles ideológicos o por lo menos programáticos?. En este caso, ¿se arriesgaría Lula a formar una nueva familia política que recogiera la herencia del lulismo, a pesar de que nadie es hoy capaz de definirlo?

El problema de fondo es que la democracia de este país de alguna forma está consolidada, pero es también aún frágil. La corrupción la mina por dentro; el desprestigio de las instituciones políticas ante la opinión pública es sensible. No existen peligros de antíguos golpes militares, pero sí tentaciones de fáciles redenciones, casi mágicas o religiosas. Lula está en una encrucijada histórica: poner toda la fuerza casi religiosa de su carisma al servicio de la creación de una democracia más consolidada, sin tentaciones populistas o milagreras, o dejarse arrastrar por la fácil tentación de que sin él o sin alguien como él, Brasil no sería Brasil.

Su decisión de no querer cambiar la Constitución para poder reelegirse afirmando que lo mejor para la democracia es la alternacia en el poder -si mantiene su promesa hasta el final del mandato- es un signo positivo, en la dirección de ayudar a la maduración de la democracia sin adjetivos y sin bendiciones religiosas o taumatúrgicas, algo que se merece este país que cada vez estará más presente e influyente en los grandes organismos internacionales como uno de los países emergentes que, además, va a pasar más indemne que otros, por las horcas caudinas de la crisis mundial.

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