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Columna
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Mar de fondo

Debemos suponer que en alguna casilla de la tupida burocracia autonómica se dedican a tomarle el pulso demoscópico a la calle para saber qué le preocupa a la mayoría de la gente. En todo caso, y en estos momentos, no se requiere mucha investigación sociológica para percibir cuáles son por estos pagos las preocupaciones más acuciantes del vecindario. Y la primera de ellas, sin duda, es el paro, con la consiguiente pobreza y desesperanza en que nos va sumiendo, agudizada por la suspensión de pagos efectiva de las finanzas públicas y el recorte que ello conlleva de los servicios y subvenciones. Enseñanza, sanidad y atención a los más desvalidos han sido las primeras y principales parcelas damnificadas. Y lo que es peor: sin expectativas de un final próximo a tanta desventura. Todo lo contrario: se acrecerán las austeridades. ¿Hasta qué punto?

Todos tenemos más o menos claro que esta desdicha a la que hemos sido abocados tiene unas causas lejanas y ajenas -los mercados, el capital ambulante y depredador- y otras domésticas. En lo que nos concierne parece incuestionable que hemos sido también víctimas de una sinergia doméstica a la que ha contribuido el fracaso político, el social, el empresarial y el judicial, esto es, las llamadas fuerzas vivas, entre las que sería abusivo mentar a los sindicatos y oposición, meros sacristanes de un proceso en el que, hasta ahora y por estos páramos, han sido convidados de piedra. Otra cosa será lo que en adelante pueda acontecer, pues no se necesita mucha perspicacia para constatar el incremento del mar de fondo en forma de protestas y cabreo cívico, que son fulminantes de la cólera, justa cólera, por otra parte, ante un gobierno que solo predica resignación, sin lamedor autocrítica. Poble, se t'acosta el moment, cantaría el poeta Estellés, de aventar la ladronera que se enseñorea del país, decimos nosotros.

Cierto es que a la mayoría electoral de esta Comunidad, de adscripción pepera desde 1995, nunca le ha impresionado, y menos ofendido, el desmadre de la corrupción que nos ha situado en la cima del hit parade autonómico de las desvergüenza. Ni siquiera escandaliza esto a las personas decentes -pocas, pero haylas- que dan por inevitable un fenómeno común a cuantos tienen y ejercen el poder. Generalizan el pecado y así lo banalizan. Sin embargo, cada día les resulta más difícil encontrarle atenuantes y no digamos eximentes a la porquería que casi a diario emana desde las fosas de su partido, de las instituciones que domina y de su mismo entorno.

Esta semana, una vez más, los valencianos hemos acaparado el interés mediático estatal a propósito -¿lo aciertan?- de la corrupción. En Alicante se ha visto la causa promovida por el promotor Enrique Ortiz contra la diputada de Compromís, Mireia Mollà, que tuvo la audacia de describir al personaje como "el empresario más impregnado de corrupción", lo que acaso sea discutible porque haya quien le supere, si bien nadie que sea, como él, el perejil que adoba todo el urbanismo alicantino, ese colmado de trapacerías. Asimismo ha sido noticia la liquidación política de uno de los principales -y presuntos- saqueadores de Emarsa, lo que posiblemente desbroce el camino para alcanzar a más altas responsabilidades, como las de la alcaldesa Rita Barberá, sin ir más lejos. Y después, ha sido alumbrado otro pufo delirante y oprobioso en RTVV. ¿Por qué no dinamitar todo ese tinglado y empezar de nuevo? Nos referimos, claro, a la Generalitat.

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