Rajoy, palo y zanahoria
En la carrera de la descentralización, ya nadie puede negar que algunas comunidades autónomas han derrapado sobre la carretera sinuosa del gasto mal pensado, las más de las veces en una función repetida y mimética de culto superfluo al ídolo del sinsentido. Quien hasta hace poco tenía la manija de la gobernación general, dio pábulo -con la política candorosa de sus inicios-, a la creencia ciudadana e institucional de que allende los Pirineos se propagaba una especie, diseminada desde EEUU, premonitoria de paro y depresión, que con nosotros no iría ni vendría. Bueno era Zapatero y su entorno para dejarse engañar por las malas noticias, hasta el punto de que necesitó años para pasar de lego a converso y enterarse de lo que valía un peine. Dígase en su honor, no obstante, que dejó en la televisión pública -por ejemplo- una herencia impagable de pluralismo y objetividad, lástima de que agotase ahí, prácticamente, su acierto en la gestión. Le tocaron tiempos, es verdad, de confusión insospechada y en ellos las generaciones futuras hallarán justificaciones del indulto parcial que, probablemente, la historia le otorgará. Y en esto llegó Rajoy.
Los neoliberales están que trinan y se preguntan por qué el PP no sube el IVA, algo que yo aconsejo
Con Rajoy arribó a las maltratadas costas de la política un navío desconcertante, al que todos suponían salido de los astilleros del centroderecha y que resultó -a las primeras de cambio- todo un repertorio de banderas, faroles y destellos que mostraban un código de señales inesperado. En el debate de investidura se le pudo escuchar: mi intención es no subir los impuestos, pero hizo lo contrario, enmendándole la plana al de León. Y para salir del atolladero de lo que se encontró, eligió el IRPF -auténtico absorbente de rentas medias del trabajo- y prometió luchar contra el fraude fiscal, una de las propuestas estrella del programa de Rubalcaba. La cosa no acabó ahí, por las estribaciones de la socialdemocracia, sino que se apuntó luego a la tasa Tobin, aunque se supone que en una mezcla de táctica y estrategia dirigidas a Bruselas en compañía de Sarkozy. Permítanme que les confiese mi nula convicción respecto a la puesta en práctica de ese tributo, creo que más o menos la misma que debe tener el señor presidente. El tiempo dirá.
Podría hablarse también del Impuesto sobre el Patrimonio, que irrita sobremanera a los que van a estribor en este paquebote guiado por Rajoy -no se olvide que Pontevedra guarda en su historia un famoso gremio de mareantes-, que ahí sigue, o del adelanto del de sociedades a grandes empresas, que también. En definitiva, que los neoliberales están que trinan y no dejan de preguntarse por qué el PP no ha recurrido al IVA y a los impuestos especiales -receta que yo recomendaría, sin militar en esa cofradía-, sobre todo porque la progresividad del Impuesto a la Renta pertenece al reino de la fantasía y el tributo al valor añadido, con tipos diferenciados, es menos injusto de lo que sigue diciendo algún que otro desteñido manual. Pero, en fin, que Mariano se ha sentado en el centro de gravedad de la doctrina que le sustenta, lo que le tiene atareado en gobernar la resultante de las fuerzas que pasan por ese punto fijo que es el poder, hasta el momento expectante por las elecciones andaluzas. Entonces amanecerá Dios y medraremos, a lo que Montoro añadiría y sin quizá.
Si de expectativas autonómicas hablamos, debe reconocerse que en lo inmediato se ha seguido la doctrina Currás, aliviando zozobras al ampliar el plazo para devolver anticipos, especie de decreto de urgencia, ante el mal cariz que está tomando la prestación de servicios públicos básicos, alcanzando el bálsamo también a los municipios. Pero, zanahorias aparte, el señor ministro amenaza con jarabe de palo a quienes no se contengan -y a los pródigos de la cosa pública-, así haya de meterse en la vereda del derecho penal, lo que le coloca en un laberíntico jardín en el que va a necesitar GPS de precisión. Razón no le falta en las dianas que señala, otra cosa es atinar con arco y flecha, pero son los riesgos de la política, y este gobierno -¡quién lo iba a decir!- no hace ascos al desafío de su tradicional argumentario.
Observando, pues, las primeras maniobras del Gobierno popular, exasperantes sobre todo para no pocos de sus seguidores, se va imponiendo el estilo Rajoy, que no cierra nunca ninguna puerta, prudente avant la lettre, inconfundible en la leyenda de su escudo electoral: haremos las reformas que indica el sentido común. ¿Cómo va a convivir su alergia al conflicto con la inclinación de algunos de sus próximos al apremio y a la vehemencia? Se impondrá su criterio, naturalmente, en un hacer político que empieza a conocerse más allá de los Pirineos como el gris de España.
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