Vidas al extremo
Decidir sobre el final de la propia vida es una aspiración compartida, pero que no siempre resulta fácil. En España -como en Reino Unido- la asistencia necesaria para el suicidio está penada, aunque el Código Penal establece atenuantes para los colaboradores si quien pide ayuda para morir está en una situación terminal.
Claro que esa regulación no sirve para todos. Madeleine Z. pudo quitarse la vida en 2007 porque su enfermedad terminal no la incapacitaba tanto como para que no pudiera conseguir la combinación adecuada de fármacos, mezclarlos con su helado favorito y tomárselos.
Pedro Martínez no tuvo tanta suerte. El hombre, de 34 años, sufría una esclerosis lateral amiotrófica (ELA) que le tenía incapacitado del cuello para abajo. Por eso no pudo decidir cuándo acabar con su sufrimiento. Él no podía ir a comprar los medicamentos ni tomárselos sin ayuda, y, si la recibía, quien le prestara esa asistencia podía ser condenado.
No le fue fácil a Pedro. Él lo tenía claro, pero los médicos que le atendían no consideraron que estuviera lo suficientemente mal. Solo cuando la enfermedad hacía que tuviera riesgo de morir ahogado con cada trago, un médico privado pudo en diciembre de 2011 certificar que su estado era tan grave y sin solución como para aplicarle una sedación terminal. Este tratamiento no es una eutanasia porque lo que busca es aliviar su angustia, aunque tuviera como efecto secundario acelerar la muerte.
Pedro tuvo que buscar una solución a su problema. Otros tienen que resignarse a que el resto decida por ellos.
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