José María García Moro, escultura en libertad
"Moro, a secas", advertía este escultor de carácter abierto cuando algún amigo le presentaba con su nombre completo: José María García Moro, fallecido en su domicilio de Segovia ayer, cuando contaba con 78 años. Innovador de su tiempo, la última etapa de su carrera artística se caracterizó por ir ganando las plazas y las calles para la práctica del arte y la intervención del espectador, en lo que concebía como un canto a la libertad.
Nació en Madrid un 25 de diciembre de 1933, pero llevaba instalado en Segovia desde su infancia. Aunque trabajó diferentes estilos, desde la abstracción al orden geométrico y racional, hizo figuración, sobre todo, para que le tomaran en serio en una pequeña ciudad de la que decía haber heredado "la mala uva", aunque no se le notaba: solía expresarse con ternura y carcajadas, siempre envueltas de alguna anécdota en las que también se había visto involucrado, posiblemente en alguna madrugada junto a algunos compañeros artistas y bohemios.
Puso el arte al servicio del público, al que hacía formar parte de su obra
La ciudad que le acogió desde niño le debe obras diferentes, la última de ellas una instalación en el Museo de Arte Contemporáneo Esteban Vicente, en junio del año pasado, cuando su salud ya sufría un rápido deterioro. Así, era el autor de esculturas urbanas como las que recuerdan a san Juan de la Cruz o al folclorista Agapito Marazuela, pero también se le deben el paso de Semana Santa de Jesús en la borriquilla o el recuerdo -en la memoria y en imágenes- de su conquista de la calle con objetos y formas de colores, en las que puso el arte al servicio público, donde los ciudadanos formaban parte de la instalación. Incluso, en 1977, incluyó en una de sus acciones una manada de vacas a las que soltó en la histórica plaza segoviana de San Martín. De sus fiestas para ganar el espacio público para la práctica del arte fueron testigos ciudades europeas y españolas, como Valladolid, Salamanca, Cáceres, A Coruña, Ceuta, Lisboa y la italiana Ferrara, entre otras.
De sólida formación, iniciada en la Escuela de Artes y Oficios de Segovia y en las Superiores de Bellas Artes de Sevilla y Madrid, este anarco, bajo de estatura y larga barba, confesaba que su trabajo -con el que era riguroso y disciplinado- consistía en intentar contar a los que están cerca las cosas que ocurren y cómo se ve la vida. Era su forma de hacer poesía a través del arte. En los sesenta residió temporadas en Reino Unido, México, Puerto Rico y Nueva York, pero también pasó por Francia y Suiza o, en España, por Barcelona o Ibiza, en plena ebullición jipi.
Su vida y su obra se recordarán en varias publicaciones, entre ellas, tres grandes tomos que presentó en el museo segoviano, el verano pasado, donde reconoció haber doblado su vida: ganaba dinero para vivir con unas obras y, después, lo invertía en hacer el arte que a él le llenaba.
Incansable lector de los griegos clásicos, a este popular artista plástico le gustaba afirmar que no se había vendido nunca y que era fiel a sí mismo, para hablar con su obra sobre la vida, lo que sentía, lo que sufría, lo que amaba... "La vida es esto que tenemos aquí", confesaba Moro en una conversación reciente, "inexplicable, que hay que vivir y morir algún día. Y como tenemos que morir y no sabemos nada de casi nada, investigamos y vamos padeciendo la investigación. Nos esforzamos y padecemos. Si no damos más de sí, qué le vamos a hacer. Somos limitados".
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