Desconcierto
Vaya, parece ser que no sabemos muy bien dónde estamos. Vivíamos en un tiempo de prosperidad, en el que todo parecía posible, y algo se quebró. Es evidente que las cosas ya no marchan bien, que atravesamos la que algunos consideran peor crisis desde los años treinta del pasado siglo, y que no nos abandona la sensación de que aún puede ir todo a peor. Los datos son elocuentes y, si no las conocemos de cerca, intuimos que puede haber muchas personas viviendo situaciones desesperadas, pero la impresión que me procura el entorno, la vida ordinaria y los comentarios de la gente, es la de que vivimos no en un tiempo de respuestas, sino en un tiempo de espera. Incluso tengo la sensación a veces de que nuestro estado anímico venga determinado por creencias que creíamos obsoletas. Como si hubiéramos pecado, hacemos un examen de conciencia de nuestros años de despilfarro, acompañado del acto de contrición y del espíritu de enmienda. Y esperamos, no sé si al infierno prometido aún por venir o a algún milagro que nos saque de ésta. Pero nos falta un diagnóstico claro de lo que está ocurriendo, y nos falta, desde luego, una capacidad de respuesta.
Quizá hayamos asumido con excesiva autoconmiseración que todo, el origen del desastre y su solución, está en otras manos y que, por tanto, nada depende de nosotros. No sé si cabe hablar de una conspiración en la sombra, pero algo así se intuye en nuestras invocaciones genéricas al origen del mal: los mercados, el conservadurismo neoliberal, la defensa del dólar contra el euro, o los nuevos equilibrios geoestratégicos. Los agentes siempre nos son ajenos, lo que denota que quizá hayamos perdido nuestra capacidad de actuar. A lo más que llegamos últimamente es a lamentarnos incluso de que todos nuestros progresos de las últimas décadas eran ya un germen de decadencia y que vivíamos en una ilusión. Me refiero a Europa, naturalmente, y es que nosotros ya no podemos hablar de nada que no se llame Europa.
La izquierda, poco importa que se llame socialdemócrata o de otra forma, debe dejar de acusar al mal y empezar a activar el bien, esto es, debe dejar de lamentar su impotencia. Como también debe dejar de lado su mirada retrospectiva, su añoranza épica por tiempos que ya no volverán. Cuando el PSOE, a las puertas de su congreso, invoca a una mayor participación, uno se pregunta por qué su militancia, que es un tercio de la del PP, es tan magra -en el partido que más tiempo ha gobernado en España en democracia-; por qué su concepción del poder es tan estrecha, y si no se habrá convertido en un aparato de profesionalización para ese poder tan limitado; por qué carece de una alternativa que ya no puede ser nacional -la de la derecha conservadora no lo es, por muy nacionalista que se proclame- sino expansiva; por qué carece de una formulación democrática clara para Europa. Buscar respuestas a esas preguntas no es todavía actuar, pero es el primer paso para hacerlo.
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