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Columna
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Material sensible

Los miro con curiosidad, porque sé el celo que todo artista pone en su trabajo y la vergüenza de mostrarlo donde no debe. Los artistas manejan material sensible. Eso los distingue del resto de los mortales. Las personas ordenan y reordenan la materia, pero los artistas trabajan con vibraciones de interior: el amor, el miedo, el orgullo, la ira, la cobardía, la ambición, la solidaridad o la venganza. Por eso son pudorosos, mucho más de lo que creen.

Suelo fijarme en los jóvenes que deambulan por la Facultad de Bellas Artes, con cuadros de gran formato, esculturas y armatostes. Su impedimenta universitaria resulta muy particular. Los demás llevan carpetas, libros y ordenadores, pero los estudiantes de arte acarrean cuadros de tres por dos con la imagen de una mujer desnuda, o composiciones de botellas de vodka y de ginebra montadas sobre un caballete gigante. La facultad es un ir y venir de furgonetas con objetos aparatosos, a los que une la misma motivación extravagante: el hecho estético.

Más que mirar sus obras, me gusta mirarlos a ellos. Cargan sus lienzos enormes, sus crucifijos gigantes, sus lavadoras vacías, sus esferas de alambre de espino, con gesto decidido, con impostada naturalidad. En realidad, están incómodos, se preguntan por qué demonios todo el mundo puede ver sus obsesiones, allá en el campus, mientras que el resto de los estudiantes, el resto del universo, tiene derecho a velar las suyas. Los días en que cargan sus obras, los estudiantes de arte toman aire antes de salir de casa y reúnen fuerzas: hay que sobreponerse al escrutinio de todos esos ignorantes que forman la humanidad.

Las cosas del alma deben esconderse. Incluso en otras disciplinas artísticas, el creador discurre por la realidad sin perturbarla: uno lleva en la cartera una rabiosa novela de doscientos folios o la copia en papel de una atormentada sinfonía y nadie se da cuenta de nada. Todavía más, el confortable anonimato permite observar el mundo con total impunidad. Pero los artistas plásticos, especialmente esos chicos, llevan mal el traslado por la vía pública de sus voluminosas disquisiciones estéticas.

En los rostros de los artistas jóvenes se combinan sentimientos contradictorios: están buscando un camino, exploran códigos distintos. En su mirada huidiza asoman la ambición desmedida y la monacal predisposición al sacrificio que marcan a todo creador. También la vergüenza de mostrar su obra en los traslados y la impostada soberbia con que intentan superarla.

Dijo Monterroso: "La carne es débil, pero el espíritu lo es mucho más". Y del pudor, creo, se puede decir lo mismo. El pudor más intenso no es el físico, sino el que vela las cosas del alma, esas que exhiben, sin querer, los estudiantes de Bellas Artes cuando cargan y descargan sus invenciones. A pesar de lucir una cresta de colores, hay en sus mejillas un rubor de doncella ofendida.

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