Vergüenza ajena
El electorado necesita más tiempo para castigar la corrupción. Se lo he leído a un profesor universitario de Valencia que se llama Pablo Oñate, quien sostiene que en España el voto como mecanismo de rendición de cuentas funciona muy lentamente. Fernando Savater, en su Ética para Amador, un ensayo que ha cumplido ahora 20 años, planteaba que los políticos se parecen mucho a los que les votamos, "quizás demasiado", se lamentaba este filósofo. Por eso decía que los ciudadanos preferimos políticos regulares, tontorrones, y hasta algo chorizos, como cualquiera de nosotros, para poder "criticarles, censurarles y, si podemos, cesarles cada cierto tiempo".
En España hay una larga tradición de políticos regulares. Un listado generoso de políticos tontorrones. Y lamentablemente, de un tiempo a esta parte, andamos mejor que antes de políticos corruptos. No es que antes no existieran, el problema es la permisividad de la que disfrutan ahora. Si el castigo a los corruptos necesita tiempo, habrá que ser optimistas ante la llegada de ese día, por lo visto aún lejano, en el que los ciudadanos no voten de forma mayoritaria a un político afectado por un cierto nivel de indecencia, sobre todo si el nivel es tan alto que cuesta trabajo creer hasta donde ha podido alcanzar la podredumbre. La podredumbre real. Y la Real podredumbre.
Aunque cueste trabajo digerirlo, los electores son, demasiadas veces, más lentos que la justicia en castigar la corrupción, pero al menos antes se cabreaban. A la gente, antiguamente, le ponía de muy mala leche que hubiera sinvergüenzas que se hicieran ricos con sus impuestos. Ahora hay muchos casos de corrupción donde el nivel de dinero sustraído de las arcas públicas es proporcional al número de votos obtenidos: a más escándalos protagonizados, más sufragios obtenidos. Hay una cierta confusión entre la presunción de inocencia y la obligación de decencia.
En un caso de corrupción, el nivel de vergüenza ajena no está relacionado con el valor de lo robado, sino con la impunidad del presunto autor de los hechos. El bochorno tiene que ver con la cutrez, la desvergüenza y la ordinariez. Sensaciones todas que no se pueden medir en términos legales. Por ejemplo, el mayor escándalo de los ERE con intrusos en las ayudas públicas de la Junta no es que con parte de ese dinero se acabara adquiriendo cocaína, pero la cocaína -de ser cierta la denuncia- es lo más escandaloso y vergonzante. Uno lee la declaración del chófer y dan ganas de llorar.
Estamos viviendo tiempos de mucha vergüenza ajena. Un tipo con gafas de mafioso construye un aeropuerto sin aviones y para culminar su obra encarga un monumento de 20 toneladas inspirado en él. Una televisión nos propone que nos comamos las uvas de entrada al nuevo año con una cantante que está a las puertas de sentarse en el banquillo por un rosario de denuncias. Dos presidentes de comunidades autónomas, que llegaron a ser encumbrados como sendos modelos de gestión, enfrentándose a la cárcel. Uno, tras vender su alma al diablo por un puñado de trajes con un trozo de tela para que se le ajustara bien el pantalón al culo y que luego se los ponía en los mítines que también pagaban los que sufragaban los trozos de tela para el culo. El otro, decorando su palacete con horteradas pagadas con billetes de 500 euros y subvencionando a periodistas para que no le pasara como al coronel, que él si tuviera quién le escribía. O ese otro, que, como yerno, entendió que su reino no era de este mundo y se fue a Estados Unidos a disfrutar de todo lo que consiguió con su mano: la que utilizó para jugar con la pelota y la que ocupó en recibir subvenciones millonarias de políticos pelotas y de empresas pelotas para actos donde se reunían todos los pelotas.
El electorado, dicen, necesita más tiempo para castigar la corrupción. O nos espabilamos o nos vamos a atragantar con este vergonzante cutrerío.
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