Grafitos
A las afueras de Venecia, entre los vapores salobres de la laguna, hay un islote donde sobreviven las ruinas de un vetusto edificio. Si uno se deja conducir hasta allí descubrirá gracias a una serie de educadas placas y folletos que se trató del antiguo lazareto de la ciudad, donde hibernaban los viajeros en cuarentena antes de reincorporarse a la tribu común de los vivos. La construcción es poco más ya que su proyecto o su recuerdo: muros ennegrecidos por la desidia, ventanas en que las grietas clavan sus uñas, ladrillos destrozados por la retama y los aligustres que han anidado en su interior. En las paredes, sin embargo, de lo que debió de ser el refectorio o la enfermería, abajo, junto al ajedrezado del suelo, aún se ven cosas. Dibujos, para ser exactos: letras y figuras abandonadas al azar, sirviéndose de tiza, carbón o la punta de una daga, por hombres a los que amenazaba la muerte o esa segunda muerte peor y más definitiva, el olvido de los otros. Se tiene constancia de que hubo marinos que pasaron meses confinados en aquel limbo sombrío, sin saber si habían padecido la fatal enfermedad, o si sus deudos seguirían aguardándoles al otro lado del muelle en el caso de que un barco compasivo los devolviera al mundo. Como un intento de oponerse a lo inevitable, al río de la destrucción, a la marea negra que ha de anegar a todos los hombres que han nacido de mujer, aquellos desconocidos dejaron estos signos: cifras, fechas, declaraciones de amor y de odio, obscenidades, plegarias, todo un diccionario abreviado de la angustia, de la esperanza, del significado de estar vivo, que a menudo es una suma, una resta o una multiplicación de ambas cosas. Aquellos náufragos de hace tres siglos hirieron la piedra con un propósito específico: obligar a la eternidad, a la reducida eternidad que cabe en un ladrillo, a conmemorar sus penurias.
Me he acordado de la tortura de esos navegantes remotos cuando he sabido, por la prensa, que el patronato de la Alhambra estudia penalizar con multas ostensibles a los turistas que se atrevan a mancillar el monumento con grafitos e inscripciones. El asunto viene de lejos: primero fueron los yanquis que desmigajaban los mocárabes de las salas interiores con intención de llevarse para casa trozos de yeso nazarí; luego un militar jordano fue sorprendido trazando su nombre en una columna del Palacio de Carlos V; ahora una joven suiza pretendía grabar un corazón en no sé qué otro rincón del sufrido caserón, supongo que para homenajear su amor por un compañero de clase. Y no puedo evitar pensar que el sentido de esa operación, marcar con jeroglíficos el ancho de una tapia, ha variado radicalmente desde los marineros venecianos a nuestros días: lo que aquello tenía de desesperación tiene esto de gamberrismo. O igual las dos acciones se asemejan más de lo que nos parece a primera vista. Quizá el militar jordano también había naufragado, quizá también aguardaba el final de una cuarentena para recuperar la vida que le había pertenecido, quizá también sufría; quizá la chica estaba enamorada de veras de un ídolo de la música plastificado en su carpeta que ni siquiera sabía de su existencia, y quizá ella quería gritar al universo su pasión sirviéndose del método más brutal y directo del que disponía, destrozar el patrimonio ajeno. Quizá, no sé, todos aguardamos en una leprosería secreta a que nuestro plazo se cumpla y regresemos a un lugar incierto que a lo mejor ni siquiera advertimos que dejamos atrás. O igual todo esto no es más que tontería y el militar jordano merecería que lo degradaran y a esa joven no le vendrían mal un par de cachetazos para que comprendiera que hay mejores cosas en que ejercitar las dichosas navajas de su país, hombre.
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