El destino
Los hombres y mujeres caviar seguirán entrando y saliendo de las tiendas de moda, de los clubes, de las marisquerías, de la ópera, de los coches de lujo (de alta gama, les dirán, para disimular el boato). Dentro de la masa de pan de nuestros sesos harán túneles, en cambio, proyectos a los que no nos subiremos, hijos o nietos que ya no alumbraremos, estudios que nunca emprenderemos. Compraremos al Estado lotería que no tocará, haremos cola en hospitales públicos sin quirófanos y perderemos la vida frente a mostradores de facturación de aeropuertos fantasmas. Por entretenernos, reservaremos mesa en restaurantes imposibles y luego cancelaremos la reserva, como secretarios de nosotros mismos. Nos llamaremos desde el teléfono móvil al fijo y desde el fijo al móvil dejándonos mensajes en los dos. No mensajes desesperados, ni amenazantes, ni raros, mensajes de no me esperes a cenar, cariño, o llegaré más tarde, amor, o han vuelto a suspenderme la Física, mamá, o al niño le ha subido la fiebre, abuela. Mensajes dóciles, de los de ya estoy en casa, me han hecho otro ERE o se ha estropeado la calefacción. En las marquesinas de los autobuses nos sentaremos junto a mujeres de tobillos gruesos, con bolsas de la compra por las que asomará un manojo de puerros. Comeremos en las cafeterías de los tanatorios los restos que abandonen los deudos: migas de sándwiches de mortadela seca y culos de cerveza caliente y trozos de tristura a la plancha, muchas veces fingida. Dormiremos con la cabeza en el lado de los pies y con los pies en el lado de la cabeza, a veces también debajo de la cama, con los ojos abiertos. Cada poco, nos agacharemos a atarnos los cordones de los zapatos, para no pisárnoslos, y así caerán las noches y los días y las estaciones y los años. Después del 15 de enero, las tardes comenzarán a ser más largas.
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