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Columna
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El gran cascarrabias

Me cuento entre los que suponían, a saber por qué, que Isaac Díaz Pardo era eterno. No podía ser que la muerte venciese a un hombre cuya terquedad, tuviese o no razón, rozaba lo legendario, incluso en las condiciones más adversas, como las que marcaron sus últimos años. Pero la Parca siempre vence y al final se ha salido con la suya. Ahora el cementerio de Boisaca lo acoge para siempre, entre Aurelio Aguirre y Antón Fraguas, un romántico enamoradizo y un compañero del antiguo Seminario de Estudos Galegos. Charlarán entre los pinos sobre lo divino y lo demasiado humano.

De Isaac se ha dicho todo. Su talento está por encima de toda sospecha. Pero hay algo que tal vez no se ha subrayado lo bastante. Él fue uno de los tipos humanos más interesantes de entre los que ha dado el siglo XX gallego. Tiene razón Alfonso Mato cuando afirma que su vida, y también la de Augusto Assía, de quien fue gran amigo, están esperando por una biografía novelada a la altura de personalidades tan complejas, ricas de matices y que subsumen en el transcurso de su experiencia la de una época de avatares que van desde las guerras hasta la democracia, pero que tienen en medio cuarenta años ¡cuarenta¡ de vida bajo una dictadura fascista con la que todos hubieron de convivir.

Sabía contemplar la verdad, o lo que él creía que era la verdad, cara a cara, sin contemplaciones

Ese hombre fue aquel joven comunista que lanzaba pedradas a farmacias de fascistas (fue juzgado y absuelto por ello gracias a Fermín Bouza Brey, que fue el juez que le tocó en suerte), el que sobrevivió al fusilamiento de su padre, Camilo Díaz Baliño, miembro del Partido Galeguista, en una familia que quedó destrozada, el que se contó entre aquellos -Luís Seoane, Fernández Albalat- que crearon una de las experiencias empresariales más excitantes que puedan conocerse, mezcla de Bauhaus y capitalismo populista, o el que decidió -cosa sorprendente en un artista tan dotado- dejar de pintar "para no tener que hacer retratos de burgueses".

"El carácter es el destino", escribió hace casi ya tres milenios Heráclito. Cuando Isaac ejercía de viejo gruñón de lengua afilada -se contaba entre las mejores del país en el ejercicio de este género- con inmarcesible coquetería, o cuando pronunciaba sus boutades, "eu son un templagaitas e un limpamerdas", era cuando mejor se mostraba todo lo que sabía y, aún más, todo lo que callaba. Todo lo que decía con su resabio de humor cáustico había que leerlo literalmente aunque estuviese aligerado por la ironía.

Isaac no era de los que se mienten a sí mismos. Sabía contemplar la verdad, o lo que él creía que era la verdad, cara a cara, sin contemplaciones. No en vano venía de tantos desastres y triunfos. Como cada uno de nosotros, tenía en su vida una columna con un "haber" y otra con un "debe", y no es muy probable que se equivocase con lo que colocaba en cada epígrafe. Cuando se escriba la suma total de su vida aparecerá un poliedro complejo, a veces desconcertante, que dará luz sobre lo que fue la vida de Galicia en el siglo XX. Más allá de su leyenda hay un hombre que aguarda ser comprendido. No será fácil, pero quien emprenda la tarea tendrá ante sí un ser fascinante, también en sus zonas oscuras.

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Decía de sí mismo que era un descreído, pero si tenía un dios, ese era el de ser fiel a la preservación de la memoria del mundo del que procedía. No creo que haya en España, y dudo que en el mundo, una colección dedicaba con tanta exhaustividad a narrar lo que sucedió en el propio país, en nuestro caso la España guerracivilista, como la que él atesoró en Edicións do Castro. Lo mismo puede decirse del Seminario de Estudos Galegos que intentó, con mayor o menor acierto, volver a poner en pie. Nadie puede olvidarse de los libros de Ruedo Ibérico, supuestamente editados en París por su amigo José Martínez, anarquista de rancia estirpe, pero que eran impresos en las tipografías de Moret y en los que muchos aprendimos qué cosa era el Opus Dei o la acomplejada personalidad de Franco.

Este hombre tenía, desde luego, rasgos atrabiliarios. Se negó, por ejemplo, reiteradamente a utilizar ordenadores para la labor editorial. La gente que le rodeó en aquellos años -Xosé Vizoso, Gloria López, Charo Portela, Alfonso Mato, Xosé Ramón Fandiño- puede contar como le costó dios y ayuda rendirse a la evidencia. De entre todas las personas que le rodearon en las últimas décadas, creo que quien estuvo más cercano a él fue Manolo Rivas. Luzes de Galiza, la revista en la que nos encontramos con gente como Xavier Seoane y Lino Braxe, y que pretendía establecer una conexión con la modernidad de la generación de preguerra, fue solo una de las facetas de ese entendimiento entre ambos. Tal vez su gran fracaso fue el no haber sabido poner en pie un diario que representase la opinión pública progresista y galleguista, que la hay, pero que no tiene presencia en los medios de comunicación locales, que no hacen otra cosa que mirar al lado derecho del chaleco, dónde se encuentra la cartera de los gobiernos. Es un hueco que aún se echa en falta.

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