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Tribuna:LA CUARTA PÁGINA
Tribuna
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La incompetencia del tecnócrata

En Italia y en Grecia gobernantes que contaban con mayorías parlamentarias han sido desplazados por gobernantes de un nuevo cuño. La UE quiere que uno de los suyos sea quien dicte la política económica

Pablo Hispán

Las decisiones de los mercados hoy se toman menos por hombres desalmados que por las ya famosas máquinas programadas -denominadas High Frecuency Trading-, operadoras del 60% de las transacciones en Estados Unidos. Si hasta ahora la buena información o los animal spirits marcaban las tendencias bursátiles, la función algorítmica de unos ordenadores aptos para decenas de miles de operaciones en menos de un segundo configura los precios de acciones, primas de riesgo, etcétera, mejor que nadie de carne y hueso. Un pesimista diría que otra tecnología de alto riesgo desplaza al riesgo moral en nuestro mundo.

Al tiempo que las viejas liturgias de los mercados de valores pierden terreno, la crisis de la deuda parece poner en cuestión la flexibilidad de nuestros sistemas constitucionales y a las élites políticas de las democracias europeas.

La crisis cuestiona la flexibilidad de nuestros sistemas constitucionales y a las élites políticas
Una gestión eficaz nunca resuelve los dilemas que pertenecen al ámbito político

En España ya tuvimos una buena prueba de lo primero en el verano y a propósito de la inclusión acelerada del equilibrio presupuestario en la ley de leyes. De lo segundo, hasta ahora se recurría a las elecciones anticipadas o previstas, como así ha ocurrido hasta casi en una veintena de casos desde 2008. Pero, durante el pasado mes de noviembre en dos países tan resonantes en la historia europea como Grecia e Italia -¿no son sus ciudades y la Atenas clásica, precedentes de la autonomía de la política?- gobernantes que contaban con mayorías parlamentarias han sido desplazados por gobernantes de un nuevo cuño, como el en tiempos comisario europeo de Competencia, y el anterior vicepresidente del Banco Central Europeo Lukas Papademos, a los que se les ha etiquetado rápidamente de tecnócratas.

La tecnocracia es una vieja historia positivista, convencida de que la incertidumbre política puede reconducirse a mera gestión experta de problemas; que estos tienen soluciones netas conocidas únicamente con exactitud por los expertos de cada campo profesional. Con ella la razón técnica manda sobre la pasión política y el pluralismo de la sociedad abierta queda desdeñado a la condición de intereses creados por los ambiciosos de poder público.

En un país de referencia como Estados Unidos, a comienzos de los años treinta cobró cierta relevancia con la actividad de Howard Scott bajo la inspiración de autores como Thorstein Veblen. De hecho, los debates que originó la tecnocracia en Estados Unidos se siguieron con atención en España y, ya en 1933, Revista de Occidente publicó ¿Qué es la tecnocracia?, obra del periodista norteamericano Allen Raymond. Aun así, la tecnocracia en nuestro país está ligada a los sesenta, también del pasado siglo, y a la legitimación de unos dirigentes que buscaron perpetuar el mandato personal de una dictadura mediante una modernización económica y administrativa del país. En la euforia del crecimiento constante y acelerado tras el Plan de Estabilización, se volvió frecuente insinuar en los periódicos que la democratización pendiente llegaría por sí misma, al traspasar el umbral de los 1.000 dólares de renta per capita, o, en sentido opuesto, las versiones sofisticadas sobre el declinar de las ideologías en democracias avanzadas como Estados Unidos.

A pesar de la desmentida consistencia de esta mentalidad, es cierto que en los momentos de crisis el tecnócrata aparece como figura ideal en contraste con las carencias de los políticos y hombres de partido. El tecnócrata viene a significar un sinónimo de la gestión eficaz que saca del atolladero a las sociedades en manos de las oligarquías democráticas incapaces y descualificadas a consecuencia del deficiente método de selección de personal de los partidos.

Quienes se echan en brazos de la ilusión de las soluciones científicas olvidan que una gestión eficaz nunca resuelve los dilemas que pertenecen al ámbito político. Robert McNamara dirigió el Departamento de Defensa con indudable profesionalidad durante la Guerra de Vietnam, pero no quita que Indochina fuera el mayor desastre político de Estados Unidos en el siglo XX. Tampoco los tecnócratas de la Comisaría del Plan de Desarrollo acertaron a evitar la crisis interna del sistema de la IV República francesa.

Más que de ingenieros sociales, la valoración de tecnócrata ante los actuales dirigentes italianos y griegos viene a significar un mecanismo de promoción al margen de los partidos, a consecuencia de que la élite política ha frustrado en grandes y reiteradas ocasiones el deber social para lo que ha sido elegida; gobernar, fraguar acuerdos y tomar decisiones en un momento de profunda crisis.

Si las misiones del FMI y del Banco Mundial acostumbraban a condicionar su ayuda financiera a medidas de política económica, ahora lo que han impuesto nuestras instituciones europeas es que sea uno de los suyos quien directamente las lleve a cabo. Y ante la magnitud de la crisis, la clase política italiana y griega -izquierda y derecha- ha preferido ceder el sitio a personalidades al margen de los partidos, quizá porque sean ellas quienes sufran la impopularidad de los duros programas de ajuste que impone el Banco Central Europeo para ahuyentar el temido default.

Ese paréntesis de aparente neutralidad podrá retener la presión contra la deuda de Italia y Grecia, pero al precio de poner en cuestión al conjunto del sistema político; en Italia a través de un Gobierno de personalidades indiscutiblemente prestigiosas de la sociedad civil -izquierda moderada, burguesía industrial y católicos sin partido-, mientras con Papademos se ensaya en Grecia un ejecutivo de concentración desde el PASOK hasta la ultraderecha. Después de la dramática experiencia de la Constitución de Weimar, que contemplaba la posibilidad de que el Parlamento pudiera otorgar poderes especiales al Ejecutivo, tal eventualidad no era mencionable. La prudencia de nuestro tiempo ha optado por Gobiernos de transición y con fecha de caducidad hasta la celebración de unas elecciones: 100 días para Papademos y hasta 2013 en el caso de Monti.

En este escenario de excepcionalidad, hay un síntoma esperanzador en una salida a la belga, donde los partidos políticos han terminado por asumir su deber constitucional. Aguijoneados por las tensiones de la deuda, han conseguido un insustituible pacto de gobierno tras año y medio de sede vacante. Otra variante útil fue la experiencia española de la alta transición, donde no se perdió el equilibrio entre las garantías de estabilidad que ofrecieron los Pactos de la Moncloa pilotados por el técnico Fuentes Quintana, al tiempo que los líderes políticos construían nuestra democracia constitucional e insertaban a nuestro país en el escenario internacional. Es decir, en un momento delicado se acertó a encontrar la mezcla de políticos responsables y técnicos solventes que necesita todo buen Gobierno en situaciones de crisis.

Las celebérrimas lágrimas de la ministra italiana al desvelar los recortes, en una conferencia de prensa junto a un Mario Monti que renunciaba en simultáneo a sus sueldos de primer ministro y como ministro de Economía -pero no al de senador vitalicio- y otras prebendas de su alto cargo, viene a ilustrar que en modo alguno la tecnocracia puede sustituir a la ejemplaridad personal de los políticos.

Para dar con una imagen del paso dado por Monti y Papademos sería sin duda excesivo utilizar la de Aquiles, puesta de actualidad por Javier Gomá, saliendo del gineceo en dirección a Troya, donde sabía que encontraría la muerte aunque esta le llevara a la gloria. Está por ver, incluso, que alcancen al político-héroe de Max Weber, el que intenta lo imposible, que no se doblega cuando el mundo se muestra demasiado necio, y ante la adversidad es capaz de oponer un "sin embargo". Lo indudable es que la cara de las democracias europeas está mutando pero no andamos en las hábiles manos de tecnócratas.

Pablo Hispán Iglesias de Ussel es profesor de Relaciones Internacionales en la Universidad CEU-San Pablo.

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