Rajoy, eximido de explicaciones
El Consejo de Ministros, en su segunda reunión del viernes 30 de diciembre, ha tomado medidas radicales de contención del gasto y de incremento de cargas fiscales, que vienen a confirmar en tiempo récord cómo las promesas electorales de aumentar la recaudación por el sencillo procedimiento de disminuir los impuestos a los pobres, a los ricos, a los ahorradores y a los despilfarradores, a los autónomos y a las grandes fortunas, a las sociedades mercantiles y a las carentes de ánimo de lucro, han sido de extrema fugacidad, como aquellas verduras de las eras, de las que escribía nuestro Jorge Manrique en las coplas a la muerte de su padre. Enseguida surgen las odiosas comparaciones y se señala que al presidente José Luis Rodríguez Zapatero le costó seis años darse la vuelta y desdecirse de sus promesas electorales, mientras que al presidente Mariano Rajoy le han bastado seis días para completar ese mismo ejercicio. La crítica a Zapatero le acusó de incapacidad para explicar el giro. El estado de gracia, la indulgencia plenaria que envuelve a Rajoy parece que le eximiera de dar explicación alguna.
A Zapatero le costó seis años desdecirse de sus promesas electorales; a Rajoy le han bastado seis días
La vicepresidenta Soraya Sáenz de Santamaría, al hacer en su día la exégesis de la lista del Gobierno, descartó que el extraño empate -el tanto monta, monta tanto entre los titulares de las carteras escindidas de Economía y Hacienda sin alzaprimar a ninguno- pudiera interpretarse en términos de galaica ambigüedad. Insistió en que la definición de poder, tan necesaria en momentos de crisis, quedaría resuelta porque sería Rajoy en persona quien asumiría la presidencia de la Comisión Delegada de Asuntos Económicos, en prueba irrefutable de su implicación directa. Pero el primer desmentido sucedió cuando la explicación de las medidas adoptadas el viernes, que contradecían de modo palmario las promesas de la campaña electoral y del debate de investidura, fue confiada a un cuatrivote defensivo, al que se sumaron junto a la vicepresidenta y portavoz los ministros de los departamentos citados y la de Empleo y Seguridad Social, Fátima Báñez, a quien se confió una de las bandas laterales.
Tenemos comprobado que todo ministro, presidente, consejero delegado, director general o jefe de ventas al tomar posesión de su cargo, empieza por disminuir el legado del que se hace cargo, pinchar la burbuja, deflactar las cifras, reescribir el balance, aflorar los desastres encubiertos o ponerlos de su propia invención. Esa nueva evaluación a la baja, efectuada a costa del predecesor, permite trazar el perfil de la herencia recibida con las tintas más negras. Así, cuanto mayor sea la negrura, cuanto más catastrófico sea el dibujo, mejores y más inmediatas serán las oportunidades de presentar éxitos que rectifiquen el desastre de partida y permitan ser protagonizados por el entrante al cargo. En nuestro caso, la dificultad del nuevo Gobierno para ese desfogue ventajoso procede de la desaparición de los compartimentos estancos que aislaban el ámbito nacional. Ahora, cuanto se dice aquí, con intención denigratoria del competidor político, se escucha también en perfecta sincronía ahí fuera, donde se toman las decisiones que nos afectan, donde han de comprar nuestra deuda o fijar nuestra prima de riesgo.
Se descubre así que predicar el desastre español, como han hecho algunos de los actuales titulares del Gobierno cuando eran entusiastas arietes de la oposición, o apostar al triunfalismo de la catástrofe en la prensa y en los foros internacionales, al modo del infatigable expresidente José María Aznar, es abrir vías de agua en el barco sobre el que vamos todos a bordo. Importa además mucho, según observa en Radicales libres (Galaxia Gutenberg. Barcelona, 2010) José María Ridao, que la victoria no puede ser una justificación retrospectiva de todas las acciones que la propiciaron. Y de que es equívoco creer que para cambiar el mundo haya que empezar por las categorías para describirlo. Rastros de ese equívoco se perciben en el afán infantil de los presidentes de Gobierno por alterar la denominación de los departamentos ministeriales. Claro que las realidades son tozudas mientras la terminología es flexible y de ahí el pronóstico de que se recurrirá a cambios terminológicos. De modo que ante la dificultad de reducir el desempleo, surgirán propuestas ingeniosas para modificar la forma de contar los parados. De forma que al menos en términos estadísticos la suma resulte inferior. Por ejemplo, en la radio, un analista avanzaba el lunes que se estima en 700.000 las personas empleadas en el servicio doméstico sin alta en la Seguridad Social. ¿Qué tal si las restáramos de esos cinco millones de parados que acechan ahora al Gobierno de Rajoy?
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