Ratatouille ya no vive aquí
Un París bizarro, entre cementerios y una tienda contra los roedores
En una ciudad como París es difícil no ceder a la tentación de limitar nuestra visita a los puntos de interés señalados por las guías de viaje. Entre las muchas opciones que se nos ofrecen -del Museo del Louvre al barrio Latino o Montmartre- se encuentra el cementerio del Père-Lachaise. Si se acude a una hora temprana, cuando no se halla aún tomado por los turistas, es posible pasear gratamente entre las tumbas, algunas de las cuales parecen sacadas del decorado de una película de terror de la Universal, y encontrarnos con rincones cada vez más góticos a medida que nos adentramos en las zonas más antiguas del camposanto. Un entretenimiento añadido, para mucha gente el principal, es la localización de las tumbas de los famosos que allí descansan. El repertorio es amplio y variado: desde Chopin hasta Proust, desde Jim Morrison hasta Simone Signoret.
Inmerso entre lápidas cubiertas de musgo y losas mortuorias desplazadas por las raíces de los árboles, el visitante puede sentirse poseído por una fuerza que lo empuja a apartarse de las mesnadas de turistas y visitar un París menos luminoso que el anunciado por las agencias de viajes, pero igual de fascinante.
Flores para Chopin
Lo mejor es comenzar con suavidad. El decadente estado de ánimo inspirado por el Père-Lachaise encontrará continuación en otro cementerio, en este caso el de Montparnasse. Aunque más recogido y menos operístico que el anterior, el de Montparnasse cuenta con pobladores igual de ilustres, como Guy de Maupassant, Charles Baudelaire y la actriz Jean Seberg. Tanto en un cementerio como en otro, a menudo las tumbas (muchas veces muy sencillas) dicen menos sobre sus habitantes que las ofrendas depositadas en ellas por sus admiradores. Conmueve ver la tumba de Chopin cubierta de flores frescas más de ciento cincuenta años después de su fallecimiento; desconcierta encontrar sobre la de Samuel Beckett nada más que un ramo escuálido y reseco; y ofenden las pintadas en la lápida de mármol blanco de Julio Cortázar, algunas supuestamente ingeniosas: "¿Encontraría a la Maga?", y otras por completo fuera de lugar: "Sudamérica libre".
La siguiente parada de este tour alternativo se encuentra muy cerca del cementerio de Montparnasse: las catacumbas. Creadas en 1810 para aliviar los sobrecargados camposantos de la capital, y situadas a 20 metros bajo el suelo, este inmenso osario acoge los restos de miles de parisienses. Más que la oscuridad, más que lo laberíntico del lugar, más que las construcciones escultóricas levantadas con cráneos y tibias, impresiona la anonimia de los restos. Los cráneos apilados, algunos de ellos vueltos para mostrar orificios de bala o de objetos punzantes, o, peor aún, convertidos en soporte para las pintadas de visitantes irrespetuosos, hacen pensar en que algunas de aquellas personas creerían en vida que eran importantes, que hacían cosas dignas de perdurar y por las que serían recordadas.
Quienes prefieran restos humanos consistentes en algo más que huesos, el Musée Dupuytren es una parada obligada. Tanto su ubicación, en una sala escondida en la Facultad de Medicina (hay que atravesar un patio interior, un despacho y un almacén para llegar a él) como el material expuesto (ejemplares anatómicos afectados por enfermedades y malformaciones) consiguen que el turista deje de sentirse turista. El lugar encantará a los aficionados a los fetos conservados en frascos: humanos, de cabras, de ratones, de una vaca siamesa... Cuando el sol entra por los ventanales y atraviesa los frascos de formol, la sala se llena de una preciosa luz dorada.
Ratas de 1925
Los amantes de los animales tienen que asomarse a una tienda en la Rue des Halles de significativo nombre: Destruction des Animaux Nuisibles (destrucción de animales dañinos). Este establecimiento, inaugurado en 1872, está especializado en matarratas y trampas para los más desagradables de entre los roedores. En su escaparate ofrece un muestrario de ratas disecadas y colgadas de cepos atrapadas en el barrio, algunas de ellas en 1925. Lo tradicional es llevarse como recuerdo una ratonera de marca Lucifer.
Mucho menos lóbrego es otro negocio, en este caso dedicado a la taxidermia y la entomología, emplazado en la Rue du Bac, cerca del Musée d'Orsay. Deyrolle recuerda al gabinete de un naturalista del siglo XIX: paredes de cuatro metros de alto, amplios ventanales, vitrinas de madera y cristal, y animales disecados. Pero no estamos hablando de las habituales cabezas apolilladas de jabalí y de corzo, ni siquiera de pieles de tigre convertidas en alfombras, sino de jirafas, osos polares, una cría de elefante... Por el precio de un Mercedes de tamaño mediano, el visitante inconformista y económicamente desahogado podrá volverse a casa con un león de mirada entre autoritaria y soñadora. Si sus recursos son más modestos, puede conformarse con el esqueleto de un murciélago con las alas desplegadas, perfecto adorno para su batcueva particular.
» Jon Bilbao es autor de la novela Padres, hijos y primates (Salto de Página, 2011).
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