El trabajo de los traductores
En un documentado y denso artículo publicado recientemente con el título de La tarea del traductor, su autor, Miguel Morey, catedrático de Filosofía, defiende que una buena traducción no significa únicamente una transferencia de información y conocimiento. Ha de ahondar más y aspirar a convertir el texto traducido como recipiendario del pulso que late secretamente en el lenguaje original como complemento necesario del desarrollo de su plenitud. Su elevado lenguaje, propio de un excelente filósofo, insiste en que el vínculo de una traducción con su original debe basarse, más allá de las homologías formales, en el presentimiento común de un lenguaje puro con fuerza para nombrar, conocer y crear. Como la lectura de autores extranjeros forma parte de nuestro bagaje cultural diario, parece oportuno dar una fórmula más sencilla para las versiones en otras lenguas: deben hacerse, a nuestro juicio, como si el propio autor la hubiera escrito también en la lengua de destino. De modo que el traductor, el intermediario entre nuestra lectura y el creador de la obra, ha de esmerarse por penetrar en la personalidad de este último. Si hablamos de Hemingway, por ejemplo, aquellos que cogen sus obras para llevarlas a otros idiomas deben convertirse un poco en Hemingway y pensar como la hubiera escrito él mismo en el idioma de destino. Es la mejor manera de aproximar a los lectores a los originales. Sin olvidar que una obra traducida por diversos traductores presentará diferencias de texto, no esenciales, pero sí de matices, Esto se aprecia bien teniendo a la vista dos o tres de las traducciones de El viejo y el mar, entre otras muchas.
Y esto sin mencionar los diversos tipos de traducción que existen.
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