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Columna
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2011

A pesar de todo lo que ha caído en estos últimos meses, no deberíamos considerar 2011 como un año más en blanco en nuestra biografía colectiva de la crisis. Porque siendo verdad que ésta ha mantenido su efecto devastador sobre los trabajadores, las empresas, los jóvenes, los parados, los funcionarios, los Gobiernos, y hasta los cimientos mismos del Estado del bienestar, es igualmente cierto que, gracias a ello, los españoles han tenido la oportunidad de constatar, por primera vez en muchos años que, bajo las montañas de basura y detritus que la tormenta financiero- inmobiliaria depositó en la superficie, se encontraba algo más que la codicia y la inmoralidad de un puñado de financieros sin escrúpulos.

En el terreno de la economía, por ejemplo, han asistido, en riguroso directo, al desmoronamiento de un sistema productivo anticuado, alérgico a la innovación e incapacitado para responder a las nuevas condiciones impuestas por la competencia global y la nueva economía del conocimiento.

Han comenzado a entender, asimismo, que existe vida más allá de la construcción masiva, la especulación urbanística y el negocio inmobiliario, y que en el futuro vamos a necesitar de mucha más materia gris que hormigón si queremos ser realmente competitivos en un mundo en el que la innovación es la variable estratégica indiscutible del desarrollo.

Pero también en el campo de la política las cosas están ahora mucho más claras para todos. Al descubierto han quedado ya sin remedio unos partidos políticos cada vez más ocupados de lo suyo y menos en lo nuestro (que debiera ser, precisamente, lo suyo); unos Gobiernos autonómicos graduados cum laude en ineficiencia y megalomanía compulsiva, amén de expertos en el dudoso arte de centrifugar responsabilidades hacia el espacio exterior; unos dirigentes municipales manifiestamente incapacitados para gestionar de manera solvente los asuntos públicos, una justicia lenta y politizada, un sistema fiscal tan rígido como injusto, y unos órganos controladores y reguladores (Banco de España, tribunales de cuentas, etc.) que, de acuerdo con los indicios disponibles, no parecen haber controlado ni regulado nada. Y todo ello mientras seguimos escalando puestos en el ranking de percepción de la corrupción que publica todos los años Transparency International. O sea, un verdadero desastre.

Pero, como para solucionar un problema, lo primero que hay que hacer es reconocer que este existe, al menos ahora sabemos que la mayoría de nuestras desgracias son mucho más estructurales que coyunturales, y que, de no tomar medidas con el suficiente calado político, cuando pase este mal trago (que pasará), podemos encontrarnos inmersos de nuevo en esa mediocre normalidad en la que tan cómodos nos sentimos mientras no suenan las alarmas.

No es que yo sea pesimista al respecto, pero confieso que al hablar de estos temas siempre recuerdo uno de los graffiti más visionarios escritos jamás por un alumno universitario. La sabiduría me persigue, pero yo soy más rápido, decía el aún hoy anónimo autor. Y entonces, sin saber muy bien por qué, me deprimo.

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