Máquina de avasallar
Sudor a borbotones, adrenalina disparada, pose chulesca, carisma para abducir a las masas y un centenar largo de decibelios horadándonos el estómago. Así ha sido siempre el rock más genuino y los californianos Red Hot Chili Peppers abrazan este ideario clásico con honestidad y todas las consecuencias. Puede que sus dos últimos discos no queden para los anales (Stadium arcadium es uno de los álbumes dobles más plúmbeos del siglo), pero en directo se comportan como una apisonadora. Casi 15.000 espectadores en el Palacio de Deportes pudieron comprobar anoche que su hábil fórmula de rock acerado, funk a quemarropa y fraseos raperos sigue constituyendo una auténtica máquina de avasallar.
El derroche de calorías se desboca desde Monarchy of roses, en el minuto uno. Los Peppers son casi cincuentones que aún pueden descamisarse en escena porque no le conceden una sola tregua a su masa muscular. Además, la reciente incorporación del guitarrista Josh Klinghoffer (un jovenzuelo que podría ser sobrino de Anthony Kiedis) ha servido como revulsivo. Klinghoffer no es un chico cohibido: además de aportar unas interesantes segundas voces agudas, brinca y se retuerce hasta los límites de las caderas humanas.
Kiedis también tira de chulería, palmito y tatuajes, pero los RHCP son la única banda de rock donde el auténtico rey del cotarro trabaja como bajista. Flea no es solo un músico enorme, con ese salvaje pellizco negroide sobre el que descansa gran parte
de la pegada del cuarteto. Además, ejerce de hombre espectáculo: encorvado y asilvestrado como Gollum, gritón. Su aliado rítmico, el vigorosísimo batería Chad Smith, se pasa el concierto lanzándole baquetas al público.
No hubo ocasión para el receso. Scar tissue o una estupenda versión de Higher ground (Stevie Wonder) ya habían excitado una euforia que acabó desparramándose con Under the bridge, Californication, la brutal By
the way y Give it away. Como antídoto invernal, estos muchachos no tienen precio.
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