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Columna
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Vocación eremita

Lluís Bassets

Noche histórica, una vez más. No la del sábado en Madrid, sino la del jueves al viernes en Bruselas. E histórica por defecto. O por defección. Es decir, no por lo que se decidió, sino por lo que no se pudo decidir y, sobre todo, por quién faltó a la cita decisiva.

La Unión Europea venía sumando desde 1957, cuando la firma del Tratado de Roma. Era un tren que iba añadiendo vagones sin descarrilar y acomodándose siempre al paso del más cansino. Hasta la pasada semana, esa madrugada del 9 de diciembre que ha pasado ya a los anales. Esta vez resta. El tren se ha roto. Europa avanzará a más velocidad, pero alguien quedará fuera. Alguien de tanto peso y prestigio como el Reino Unido, con su capital financiera y su vocación de cabeza de puente con Estados Unidos y con la globalidad.

Otra noche histórica. No la del sábado en Madrid, sino la de jueves a viernes en Bruselas. Pero histórica por defecto.

Lo que se quiso decidir fue una reforma de los tratados para hacer una unión fiscal de 27 socios, todos, una contorsión prácticamente imposible para el primer ministro británico, el conservador David Cameron, euroescéptico él mismo, acosado además por el radicalismo antieuropeo del partido conservador y del conjunto de la opinión británica. Por primera vez, Alemania y Francia se presentaron con un plan B y dispuestos a no ceder en nada de lo fundamental: si no había reforma con los 27, habría tratado intergubernamental entre los que quisieran, que de momento fueron ya 23 y quizás serán 26.

¿Veto británico? No lo hubo. Veta quien impide un acuerdo. Hubo acuerdo. Y portazo: me voy, os dejo solos. Como nadie sigue a quien se va, no es veto, sino voto ermitaño, soledad y abandono. Eso es lo histórico de aquella madrugada, más tangible de momento que esa unión fiscal de la que no sabemos si funcionará ni qué efectos tendrá de inmediato sobre la confianza en las deudas soberanas.

Los europeos necesitábamos una noche histórica. Lo habría sido con el acuerdo de una unión fiscal entre 27, incluso si Cameron hubiera obtenido un arreglo aceptable para todos. Será también histórica: por el portazo que desune y resta, pero todavía no por la unión fiscal.

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El regocijo al otro lado del canal es indescriptible. Los que quieren cortar amarras están que no caben en sí de gozo. Piden más. Ahora un referéndum para irse. Luego negociar un estatuto especial. No han identificado todavía las sonrisas enigmáticas de Merkel y Sarkozy.

La canciller alemana quería la reforma del tratado para seguir con los 27 bajo la vigilancia del Tribunal de Luxemburgo y la moneda al mando exclusivo del Banco Central, dos entes independientes de cualquier Gobierno: nada para la Comisión y apenas para el Parlamento; era su método de la Unión, alternativa al método comunitario, que considera obsoleto.

Sarkozy quería una Europa intergubernamental, con la Comisión alejada de las decisiones y un consejo de presidentes y jefes de Gobierno, soberanos en cada país y soberanos juntos, que señalaran el camino a todos, Banco Central incluido.

Cameron abre la puerta a la solución de sus diferencias: impide el acuerdo entre 27 y facilita la coartada a la canciller para retirarse hacia la fórmula intergubernamental francesa, aunque ella misma se encargará luego de llenarla de contenido alemán.

El error de los conservadores británicos sería ahora seguir yéndose, después de su primer retroceso en 38 años. Es lo que espera el federalismo europeo: tras la Europa fiscal, la Europa social, luego la Europa directamente política, quitarles protagonismo en política exterior, trasladar el peso de la City a París y Francfort...

Cameron se va porque no se aceptaron sus exigencias para la City como condición para quedarse. Pero fuera hace mucho frío: será todavía peor. No valdrá ni siquiera la esperanza euroescéptica de que las cosas vayan muy mal en el continente, el euro se pierda y Europa se hunda. Su destino seguirá ligado al de los europeos aunque den un portazo cada día: también ellos se hundirán.

No son ya un imperio. No pueden vivir solos en la globalidad. Estados Unidos mira hacia el Pacífico y no hacia las costas europeas, donde en todo caso buscan directamente a Alemania como cabeza de puente.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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