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Cita decisiva en Bruselas
Columna
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Austeridad y 'grandeur'

Por definición, todo acuerdo europeo es un acuerdo incompleto y representa un compromiso entre posiciones aparentemente irreconciliables. No es una crítica, sino una descripción. La experiencia nos enseña que los Gobiernos europeos solo aceptan una mayor integración en momentos de extrema necesidad y que en cada ocasión buscarán ceder el mínimo de soberanía posible para, precisamente, salvaguardar el máximo de autonomía. De ahí que el acuerdo alcanzado este lunes entre Merkel y Sarkozy sea un acuerdo incompleto y a la vez eficiente, al menos en el sentido de que sirve extremadamente bien a los intereses de las dos partes.

El acuerdo respeta las líneas rojas de los Gobiernos francés y alemán. Merkel perseguía dos objetivos fundamentales: primero, imponer de forma efectiva e irreversible la austeridad fiscal a toda la zona euro, lo que solo puede ser logrado mediante un tratado que incluya un mecanismo muy estricto de sanciones a los incumplidores; segundo, evitar a cualquier precio los eurobonos, un rechazo que se explica precisamente porque Alemania está convencida de que estos son contradictorios con el primer objetivo, ya que redistribuirían las culpas (esto es, las deudas, que en alemán es la misma palabra), debilitando las políticas de austeridad y reformas. Si hay eurobonos, ha insinuado Merkel, será después de la crisis, una vez que los Estados hayan reducido y anclado sus deudas hasta niveles que garanticen su irreversibilidad.

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Así pues, Merkel se lleva a casa su "unión de austeridad", plenamente compatible, además, con los límites que le impone su Tribunal Constitucional y la opinión pública alemana. Respecto a Sarkozy, el acuerdo es un delicado ejercicio de funambulismo pensando en su reelección el año que viene. Francia, recordemos, no comparte en absoluto el fundamentalismo alemán en torno a la austeridad, la inflación o el equilibrio presupuestario (de hecho, no ha conocido un superávit fiscal en décadas). En coherencia con su estatismo y dirigismo, los Gobiernos franceses, incluso los conservadores, desconfían de los mercados; de hecho, Sarkozy ha dedicado una gran parte de sus mandatos (sin mucho éxito) a pensar en cómo embridar y someter a los mercados. Ese dirigismo, combinado con la tradición gaullista, que busca preservar el máximo de autonomía para Francia, es el que ha llevado a Sarkozy a decantarse por una reforma de los tratados europeos en la que se acepta a rajatabla la austeridad, el mal menor, pero, a cambio, se mantiene a los Estados al frente del proceso, vía el Consejo Europeo, constituido como Gobierno económico de la zona euro. Una vez más, como viene siendo tradición desde hace décadas, Francia pierde la guerra, pero salva la honra y encima aparece como firmante de la victoria, que es en lo que en última instancia consiste ese arte llamado grandeur inventado por el general de Gaulle.

Como ocurriera a comienzos de los años noventa, cuando tras la caída del muro de Berlín se comenzó a negociar el Tratado de Maastricht, Francia se resiste a dar el salto hacia una verdadera unión política de carácter federal. Entonces, con una Alemania entregada en agradecimiento por su reunificación, Francia hubiera podido, con un poco de visión, lanzar un órdago y obtener de Alemania enormes concesiones. Pero no solo no lo hizo, sino que a punto estuvo, con la ajustadísima victoria del en el referéndum sobre Maastricht de 1992, de sacrificar incluso la unión monetaria. Y posteriormente, en 2005, el ya rotundo no de los franceses a la Constitución Europea dejó bien claro, y de forma muy sonora, que en Francia la integración europea había tocado techo para siempre. Así pues, aunque criticamos con frecuencia las resistencias de Merkel y de la opinión pública alemana a la hora de ir hacia una mayor integración, olvidamos que en este círculo vicioso en el que estamos atrapados hay un segundo actor, Francia, cuya élite y opinión pública en absoluto está por la labor de construir una Europa más integrada si eso supone desviarse del único modelo que están dispuestos a aceptar: el intergubernamental.

El árbitro último de ese acuerdo es alguien que no estaba invitado a la cumbre del lunes pero que se ha convertido en el tercer elemento de este triunvirato que efectivamente gobierna Europa estos días: Mario Draghi (presidente del Banco Central Europeo), que el próximo lunes tendrá que decidir si con este acuerdo en la mano puede, uno, comprar deuda soberana en el mercado, y dos, seguir inyectando recursos a un sector bancario que está completamente seco, desactivando así la amenaza de las agencias de calificación de degradar toda la deuda de la zona euro y provocar una fusión en el núcleo de la unión monetaria. No nos olvidemos de que en Europa mandan Merkel y Sarkozy, pero las decisiones las toman Draghi y los mercados.

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