De la carne y la psique
En una de las escenas clave de Crash (1996), de David Cronenberg, adaptación de la novela homónima de J. G. Ballard, Elias Koteas, en la piel del agente provocador Vaughan, ilustraba al protagonista sobre el sustrato simbólico del accidente de tráfico, ahondando en su naturaleza de acontecimiento liberador de una energía sexual reprimida. En suma, proponiendo una lectura psicoanalítica del choque automovilístico que sintetizaba la poética del escritor que, en su autobiografía Milagros de vida, escribía: "Descubrí a Freud y los surrealistas, una andanada de bombas que cayó delante de mí y destruyó todos los puentes que dudaba en cruzar".
En Un método peligroso, adaptación de la obra teatral de Christopher Hampton basada, a su vez, en un libro de no ficción de John Kerr -en suma, la historia ha recorrido un largo camino para alcanzar la plenitud como película de Cronenberg-, Carl Jung (Michael Fassbender) escucha en boca del médico y paciente encarnado por Vincent Cassel un discurso muy parecido al que sostenía esa escena de Crash: un llamamiento a la liberación del deseo, a la superación de toda atadura moral. La simetría entre las dos escenas revela que esta aproximación a la fascinación mutua y posterior extrañamiento entre Jung y Freud no solo no supone un cambio de tercio en la carrera del director canadiense, sino que, de hecho, es la película que, en buena medida, estaba destinado a hacer: una aproximación cartesiana al nacimiento del psicoanálisis y a la incubación de su primer cisma. Una obra que permite comprobar que, en la trayectoria del director, como en la de J. G. Ballard, todo es psicoanálisis, todo es tensión entre carne y psique, entre deseo y razón.
UN MÉTODO PELIGROSO
Dirección: David Cronenberg. Intérpretes: Viggo Mortensen, Michael Fassbender, Keira Knightley, Vincent Cassel. Género: Drama. Gran Bretaña, Alemania, Canadá y Suiza, 2011. Duración: 99 minutos.
Cronenberg logra sobrecargar la pantalla de energía con los recursos más austeros: bastan dos sillas y dos actores como Fassbender y Keira Knightley para montar una sesión de terapia que permite reconocer en la figura de Sabina Spielrein los ecos de esa turbulenta Claire Niveau a la que dio vida Geneviève Bujold en Inseparables (1988). Una austeridad expresiva que el director ya había tanteado en M. Butterfly (1993) y en Spider (2002) y que aquí sostiene una película civilizada, didáctica, pero, a la vez, llena de misterio que, en un mundo ideal, sería de visión obligada en las escuelas.
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