La belleza de la reverberación
El arranque del nuevo espectáculo de Ryuichi Sakamoto es abiertamente tenebrista, con el músico japonés emitiendo unos engañosos trinos de pájaro antes de entretenerse pellizcando, manipulando y haciendo gemir o rechinar las cuerdas de su piano. El escenario se encuentra en penumbra durante la improvisación y apenas se vislumbra el balanceo de la ya blanquísima cabellera de nuestro oficiante. Es un comienzo tímidamente experimental y oscuro, de un vanguardismo accesible. Pero requiere de cierta concentración, de asumir el ritual. Por eso las palomitas no pueden seguir crujiendo en el patio de butacas del Coliseum, aunque alguno se quede con su cucurucho a rebosar.
Vanguardia y palomitas. No pretende ser binomio paradójico, sino pura constatación. El compositor japonés ha conseguido erigirse en un artista popular, capaz de agotar las localidades en las cuatro citas de su gira española sin necesidad de apearse de ese tenue impresionismo que le convierte en un Debussy o Satie de la era audiovisual. Porque Sakamoto suena cinematográfico con independencia de que componga para ser escuchado en la chaise longue o frente a una pantalla grande.
Música queda, hermosa y experimental en pequeñas dosis
Puro minimalismo romántico, con alma; nada que ver con Michael Nyman
Las notas de Nostalgia son -como tantas veces en su obra- escasas, prolongadas, resonantes. Este tokiota de 59 años explora en la belleza de la reverberación, en un silencio apenas quebrado por blancas y redondas que se dilatan como si apuntaran, ilusas, hacia el infinito. Música queda, hermosa y experimental en pequeñas dosis. Seguramente por ello logre seducir a una audiencia amplia sin que haya en ella un solo atisbo de vulgaridad.
El sonido es tan ínfimo, pese a la incorporación del violonchelista Jaques Morelenbaum y la violinista Judy Kang, que los clics de las cámaras retumban como si fueran tambores de Calanda. Y por unos minutos se masca la tragedia. Sakamoto parece absorto hasta que mira a las butacas con aspecto implorante y agita el dedo índice: que no se oiga un suspiro. El gesto se repite poco después, esta vez ya con el pavor en la mirada. La sugestión colectiva hace el resto. El público chista y murmura, como si fuera menos molesto que accionar un obturador.
La platea recobra el sosiego a partir del cuarto tema, Still life, puro minimalismo romántico, con alma; nada que ver con la fría matemática combinatoria de Michael Nyman, pongamos por caso. Para entonces, el brasileño Morelenbaum ya exhibe su característico vibrato, tan señorial que parece abrazar cada ondulación del sonido. Y Sakamoto oficializa su candidatura a retratista de la paz interior. Para ello solo faltaría que los promotores regalen caramelitos con la entrada: las toses son más contagiosas que la risa.
Aria for Oppenheimer oscila entre la nana y el sollozo, igual que Seven samurai. Solitude es, por el contrario, un solo de piano atmosférico pero demasiado elemental. El punto culminante no llegará hasta el tema principal de Merry Christmas Mr. Lawrence, con esa maravillosa melodía entre impresionista y nipona. Y el remate vigoroso, martilleante, que proporcionan M.a.y. in the backyard y 1919. Es en ese momento, con la vivacidad nerviosa del compás de siete por ocho, cuando los socios de Sakamoto se atreven a bordear el mezzoforte. La música de Harakiri, la nueva película de Takashi Miike, sirvió de propina y regreso a ese romanticismo oscuro del compositor que amaba las reverberaciones.
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