Resignación
Aunque parezca mentira, cualquier tiempo pasado fue peor. No considero la riqueza fácil de la burbuja inmobiliaria porque, en la medida en que sus consecuencias se manifiestan a diario, aún forma parte de nuestro presente. Hablo del auténtico pasado de un país pobre y acostumbrado a su pobreza, sometido a la oscuridad del analfabetismo y la superstición, humillado a un destino de perpetuas humillaciones. Esa es nuestra tradición, el indeleble carisma que marcó desde la cuna a generaciones y generaciones de españoles que, al mirar el mundo, solo alcanzaron a distinguir los matices del color negro.
Pienso en ellos al ver los debates televisivos, al leer las encuestas electorales, al escuchar los dictámenes inapelables de las múltiples encarnaciones del terrorismo financiero mundial. Y pienso que eran mucho más pobres que nosotros pero, a la vez, mucho más ricos. Porque les sobraba lo que a nosotros nos falta, determinación para tomar en sus propias manos las riendas de un futuro que, por definición, nunca está escrito. Y, sobre todo, porque les faltaba lo que a nosotros nos sobra, la resignación ante un porvenir escrito por otros.
En la última recta de la campaña, ninguna crisis me parece tan grave, tan triste, como el imperio de la resignación, la fuerza política que, según todos los indicios, será la gran ganadora del 20-N. Por eso escribo pensando en los más jóvenes, en los que gritan en la calle, en quienes no se merecen heredar este horizonte de desolación sin límites. Y no les pido solo que voten, sino que aprendan las lecciones del pasado. Así serán conscientes de que su voto es un arma muy bien afilada, y el único recurso capaz de desenmascarar a quienes mienten. Porque no hay nada escrito. Nuestro futuro está en nuestras manos, pero todos los caminos para conquistarlo pasan por la derrota de la resignación.
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