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Columna
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¿Hay vida después del 20-N?

A diez días de las elecciones generales ya se va viendo lo que se va viendo, que es lo que se tenía que ver. De Zapatero nadie se acuerda, como el apestado oculto al que no conviene que se meta en otro pollo, mientras Rubalcaba se multiplica arropado por la sabiduría de Felipe González, con un José Blanco a la espera de lo que se espera por su presunto encuentro con alguien poco recomendable en un surtidor de gasolina, y mientras Rajoy ensaya hacer de estadista con la previsión de que las bolas del sorteo caigan en su mayoría de su lado sin más mérito que haber acertado con el billete premiado después de tanta palmadita en la espalda de su malhumorado jefe natural.

¿Son intercambiables los mensajes de campaña de los dos candidatos principales? Parece ser que no, pero llama la atención que mientras Rubalcaba se esfuerza en remarcar que para nada son lo mismo, insistiendo así cara a la galería de escépticos e indignados, Rajoy se llena la boca con España, porque es su España la que no puede soportar que las cosas sigan como hasta ahora como si él y los suyos hubieran hecho otra cosa que enredar para ser por una vez protagonistas del cambio que sugieren. Visto de otro modo, la derecha no ha visto en la política socialista de los últimos años otra intención que la de hundir a España de una vez y para siempre, y ello no por mala fe, sino por ser socialistas malos, como si a Zapatero y los suyos les viniera de perlas el desastre con que ha concluido la legislatura, al tiempo que se presentaban (sin mucha convicción, hay que decirlo) como el remedio más eficaz para una multitud de males que a menudo ni siquiera han acertado en designar. Más allá de la colección de impresentables invectivas que se han cruzado unos y otros durante la pasada legislatura en el Parlamento, conviene sugerir que ni unos ni otros han hecho todo lo que estaba en sus manos para solventar una situación trágica para muchos millones de españoles. La España de casi siempre se saldrá una vez más con la suya, (incluidos esos tipos que estaban en política para forrarse y han acabado malamente por el acoso sexual a sus empleadas), mientras que la España que pudo ser se lame las heridas sin entender del todo qué diablos ha pasado aquí y confiando en un velocista para resolver problemas de fondo. Lo malo es que el tal velocista lleva ya muchos años corriendo en el fondo de los fondos.

Estamos en una crisis de casi todo, de la que nadie conoce su final ni sus consecuencias. De momento, hasta es posible que la fastuosa red ferroviaria del AVE deje de funcionar porque el negocio del cobre chatarrero ha birlado todos los tendidos en toda su rápida extensión. Ocurrirá. Cinco millones de parados suponen mucha necesidad y una desconfianza imborrable hacia la gélida gestión de los políticos. Que esa es otra.

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