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Columna
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La costumbre

Rosa Montero

A lo tonto modorro, llevamos ya cuatro años de crisis económica. Cuatro años al borde del precipicio sintiendo cómo el viento del desastre nos lame las mejillas. Recuerdo, al principio, los meses de aguda angustia y la obsesiva sensación de que los bancos (y nuestros ahorros) se iban a derrumbar como castillos de naipes. Cuatro años más tarde, todo es mucho peor y más horroroso. Las amenazas son más grandes que nunca y el pasmoso lío del referéndum griego demuestra una vez más que los que mandan no tienen ni la más repajolera idea de cómo salir de esto. Por no hablar de las hordas de parados y de las decenas de miles de personas que han perdido sus casas. Y, sin embargo, se diría que lo soportamos mejor. Que nos hemos acostumbrado a vivir en la vecindad del Apocalipsis, como los labriegos medievales se acostumbraban a las sangrientas y periódicas incursiones de vikingos. Que nuestro miedo ha perdido su filo y ya ni nos molestamos en comentar la última noticia catastrófica con los amigos. Incluso nos las apañamos para no leerla e ignorarla.

Ya lo dice el viejo refrán: que Dios no te mande todo aquello que puedas aguantar porque puedes soportarlo casi todo. La estupenda fotógrafa Christine Spengler me contó cómo en la inacabable guerra de Líbano, un instante después del estallido de las bombas e incluso antes de que se hubiera disipado el humo, los vendedores ambulantes de Beirut volvían a vocear como si nada sus muestrarios de relojes y sus varitas de nardos. Es lo que tiene la asombrosa capacidad de adaptación de la especie humana, la flexible tenacidad que nos protege. Sin duda es nuestro mejor recurso de supervivencia, pero, por otro lado, esa adaptabilidad embota el filo crítico. O sea: también nos acostumbramos a los incompetentes y dejamos de pedirles cuentas por este desastre.

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