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Columna
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Salmonetes

Los mercados son un punto excelente par ver pasar la vida. No me refiero a los mercados de valores sino a los que están a la vuelta de la esquina, donde no va a aterrizar en plena noche ningún helicóptero llevando a un pez gordo, como ocurre en la película Margin Call cuando uno de los más poderosos bancos de inversiones americanos descubre con pavor que todo el negocio está en la ruina. En los mercados de tierra firme la gente descarga sus mercancías de madrugada en furgonetas de segunda mano: las cajas de pescado, los tomates de la huerta, los frutos secos, las salazones..., los va apilando en los puestos y a las nueve de la mañana cada cual tiene la navaja lista para pegarle un tajo a la sandía y ofrecérsela al cliente. Es gente que va con los pies por el suelo. Sabe lo que hay y lo que no hay. Y si a alguien se le ocurriera allí vender humo a precio de saldo, lo correrían a gorrazos.

En el mercado de Russafa hay un tipo que a veces deambula en chándal entre los puestos empujando el manillar de una bici en la que lleva todo tipo de cachivaches. No tiene pinta de mendigo. Chupaíllo, pero aseado. Tampoco pide limosna. Saluda a los vendedores como a viejos colegas y pregunta si tienen algo para él. Alguna chapuza, pequeños recados, barrer, transportar mercancías en carretilla... Si no hay suerte, tampoco tuerce el gesto. Pero a veces se dan situaciones como la que presencié el otro día cuando una pescadera lo llamó por su nombre.

El tipo se volvió hacia ella. Era una mujer grandota, mediterránea de pura casta, de unos cincuenta y tantos, con las manos enrojecidas por el hielo y un delantal blanco impoluto. Una pescadera de toda la vida. La mujer coge unos salmonetes, los envuelve en papel de estraza, añade unas ramas de perejil, lo mete todo en una bolsa de plástico y se lo entrega discretamente por una esquina del puesto. El del chándal engancha la bolsa al manillar, sonríe, le envía un beso por encima de las gambas y se va por donde ha venido. Nada más.

A ustedes les parecerá una anécdota de poca monta. Y tienen razón. No es nada que no haya ocurrido miles de veces en todos los mercados del mundo, de Algeciras a Estambul. Y, vale, tampoco es la solución a los males del Ibex. Ya sabemos que esa guerra está perdida de antemano, que los que han arruinado el cotarro se van a casa de rositas con sueldos millonarios, igual que los directivos de la CAM. Pero les aseguro que, pese a cómo está el patio y a lo retorcido que tiene cada cual el colmillo, hay gestos que todavía la reconcilian a una con algunas cosas. Con la gente, por ejemplo, que es capaz de actuar bajo un impulso individual de ayuda mutua. Sin esperar votos ni aplausos del público. Sin doctrina ni mensaje electoral que venderle a nadie. Sin sermones. Porque sí. Porque le da la gana que el de la bici y los suyos se marquen ese día una parrillada de salmonetes. Sin más.

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