El pensamiento salvaje
A medida que se extiende y se diversifica el movimiento mundial de los indignados crece también una opinión que quiere ser ecuánime según la cual estos miles, quizás millones, de jovencitos más o menos desharrapados muestran una voluntad encomiable pero, por desgracia, carecen de un pensamiento firme y cohesionado, y no como otros. Esa amable y cínica condescendencia, que en el fondo desea que esos jóvenes o no tan jóvenes jamás adquieran ni pensamiento centrado ni conocimiento suficiente al servicio de sus objetivos, resulta ser más antigua que la tos, y se ha manifestado de una u otra manera cada vez que los de abajo han intentado organizarse contra los de arriba. El problema, para los indignados, es que carecen de espejo en el que mirarse, a la vez que en eso consiste su principal logro hasta ahora. Desear que las cosas no sigan como hasta ahora, y tomarse la molestia de reunirse en calles y plazas para así manifestarlo, no siempre quiere decir que carezcan de objetivos como que se niegan deliberadamente a imitar modelos que, en su opinión, habrían fracasado. Y eso hasta un punto en el que prefieren ser tildados de ingenuos en lugar de ser identificados como malvados. Hace mucho tiempo que carecíamos de la valentía de una proclamación tan efusiva como expuesta a las cargas policiales.
Y en cualquier caso ¿con qué pensamiento o conocimiento político de actualidad podría sentirse identificado este movimiento? No con los anarquistas, dispuestos a terminar de una vez por todas con el Estado mediante una inútil acumulación de barbaridades personales. Tampoco con aquellos trotskistas de corazón que preconizaban la revolución permanente, y quizás menos todavía con los comunistas, donde desde Stalin hasta Carrillo se ha visto que al partido lo sustituye el comité central hasta que este es deglutido por el líder, etc. Tampoco con la democracia cristiana italiana y su más digno sucesor, Berlusconi, y ni siquiera con un castrismo maltrecho que durará lo que su jefe máximo. No hay revoluciones sensatas, espasmos de mayor o menor duración en los que al cabo todo queda peor de lo que estaba.
Tampoco van a acogerse a las arriesgadas payasadas de un Mario Conde o de un Jesús Gil, y ni siquiera suspiran echando en falta a un líder que tiene lo que hay que tener como Che Guevara, a sabiendas o no de que le gustaban más las armas que una pelota a un niño. De Felipe González apenas saben nada, y no les entusiasma Rubalcaba porque sospechan que trata de engatusarlos. En resumen, huyen de los modelos porque sospechan que todos son torticeros, y para persuadirse les basta con echar una mirada alrededor y comprobar cómo está el patio. Por eso tratan de intervenir como buenamente pueden en las desventuras de lo inmediato. Y ahí se cuelan de rondón en el centro mismo de las artimañas políticas y monetarias que detestan.
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