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Entre el cotilleo y el delito

La presencia del entorno digital ha provocado que en muchos ámbitos se reclame una mayor y mejor protección de determinados bienes como la propiedad intelectual o la indemnidad sexual de los menores. Casos en los que, o bien la desprotección de la víctima, o bien el poder de la misma han obligado al legislador y a los operadores jurídicos a resolver el asunto. Pero hay otros sectores de la sociedad, no tan desprotegidos o no tan poderosos, que están padeciendo ataques de los que no saben cómo pueden defenderse y en ocasiones, si están o no legitimados para ello.

El uso generalizado de las nuevas tecnologías lleva, de manera similar a lo que ocurre con los delitos señalados, a un incremento de las agresiones a otros intereses como la intimidad, el honor o la integridad moral. Las razones son variadas. Por un lado, el escenario digital facilita cometer acciones dañosas, pues el que las realiza considera que goza de cierto anonimato, a la vez que resulta muy sencillo acceder a correos electrónicos o mensajería de móviles por mucha contraseña que tengan. Junto a ello, la viralidad de las redes consigue que lesiones en principio insignificantes en el medio analógico sean mucho más dañosas para el bien jurídico, tanto por la multiplicidad de la difusión como por la permanencia de la afectación. Por otro lado, la relajación generalizada sobre dónde están los límites al derecho a la intimidad, hace que algunos ciudadanos entiendan que es normal y hasta sano saber todo lo que hacen los suyos y con quién se comunican, para dominarlos y tomar decisiones viscerales al estilo la Esteban como si la vida fuera un programa del corazón.

Hacerse pasar por otro usando su teléfono, leer sus sms, sus correos electrónicos e incluso responderlos desde la legitimidad de ser oveja-pareja, convierte situaciones emocionales muy íntimas, en auténticos shows con más audiencia en las redes sociales que algún programa de televisión, aun con la oposición y estupefacción del que está siendo espiado.

Todo esto quedaría en la nadería si el comportamiento se limitara al tradicional escuchar detrás de la puerta con un vaso en la oreja acompañado de la difusión propia del patio de vecinos cotillas. Pero cuando se rebasa ese límite, cuando el patio de vecinos es una red social, cuando se accede a los correos electrónicos del otro y por lo tanto del que se los envía con contenidos reservados, en la confianza de que se trata de algo personal e inviolable (por ser secreto, por ser íntimo y por ser comunicación) o cuando la pareja-oveja se convierte en una Mata Hari que utiliza la tecnología para hacerse pasar por su amado ante su cohorte de pretendientes y así obtener información privilegiada con la sana y legitima pretensión de espantarlas (ya se sabe que en el amor y en la guerra todo vale) la cosa se complica.

Según la memoria de la Fiscalía General del Estado, una de las cifras negras se encuentra en las usurpaciones de personalidad, delitos contra la intimidad y coacciones en la Red en los casos de crisis de pareja. Los sujetos ya no son solo las exparejas entre ellas. También ahora las nuevas parejas que defienden a su presa para que no les arrebaten el trofeo.

Cuando se trata de adolescentes, destinatarios naturales de estos quehaceres, la intervención del centro educativo o de los progenitores suele ser suficiente para que termine la situación. En el caso de los adultos, me temo que tenemos una nueva figura que pronto se reclamará su inclusión entre las de violencia familiar. En breve empezaremos a escuchar peticiones de denuncia ante los daños que generan estas acciones que, por lo demás, ya están obligando a cambios en las interpretaciones jurisprudenciales para poder darles cobertura jurídica.

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En conclusión: ejerzan su derecho a la defensa y, por si acaso, ejerzan su deber de autoprotección para su intimidad y la de los que les rodean. Las consecuencias de no hacerlo pueden ser desesperantes.

Paz Lloria es profesora de Derecho Penal en la Universitat de València.

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