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Columna
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Gastos e ingresos

No hay que hablar de recortes en el gasto público, sino de ahorro. El PP lo entendió antes, el PSOE lo ha entendido por fin. No es una cuestión de realidad, de verdad o de mentira, sino de publicidad. Es tiempo de elecciones. Aunque las dos cosas quieran decir lo mismo, ahorro suena mucho mejor. Suena a austeridad, prudencia, templanza, cuidado con el dinero, hucha familiar, seguridad, promesa de prosperidad futura. Pero los recortes, presupuestarios o del tipo que sean, sugieren dolor, quirófano, herida, tijera o bisturí. Y a la hora de los votos importa menos la precisión y la verdad que conquistar a los electores, según las mejores técnicas de venta y adoctrinamiento propagandístico.

Cuando en plena temporada turística el paro casi ha alcanzado en Andalucía el 31%, hablar de recortes proyecta sobre el futuro una sombra especialmente siniestra. Porque sube más el paro allí donde ya practican la virtud del ahorro o la sangría del recorte, Madrid y Cataluña. Recortar o ahorrar, como queramos llamarlo, parece una promesa de más paro, un anuncio de pobreza masiva, acorde quizá con la idea de servicios públicos que ha dominado aquí durante los años de esplendor económico: no como derecho y deber social, sino como ayuda al necesitado, como obra de beneficencia y caridad. Tal concepción de los servicios públicos complementaba aquello que dijo un día el presidente Zapatero de que bajar los impuestos es de izquierdas.

Nos vamos sumando poco a poco a un proyecto de largo recorrido histórico, mundial, que viene de los años setenta del siglo pasado: el apagamiento del Estado social y democrático de Derecho que consagra el primer artículo de la Constitución. No es casual que hoy el Gobierno español, de izquierdas, obedezca a las disposiciones de los conservadores Merkel y Sarkozy, como probablemente haría mejor la oposición de derechas. Pero, ahora que tanto duele el gasto público, algún partido debería ocuparse de la otra columna de la contabilidad estatal: los ingresos públicos. Yo diría que los impuestos son lo que justifica al Estado, lo que da fundamento a la noción de patria y de patriotismo. Los impuestos hacen el Estado: unen a unos ciudadanos con otros en una responsabilidad común.

Sostienen lo público, todo ese patrimonio en proceso de privatización desde hace años: de la salud al agua potable, de las carreteras a las cárceles. Pero, mientras la industria financiera privatizaba ganancias para después socializar pérdidas, los impuestos para las rentas más altas fueron debilitándose, licuándose, evaporándose. Sólo suben los impuestos indirectos y generales que afectan por igual a pobres y a ricos, y quizá lleguemos pronto a aquello que inventó en Gran Bretaña la maestra de todos los conservadores de hoy, Margaret Thatcher: que los pobres paguen más impuestos que los ricos, puesto que los pobres usan más los servicios sociales del Estado.

No se ganan elecciones hablando en serio de impuestos ni prometiendo recortes si nadie paga impuestos o no se recauda lo suficiente, así que los propagandistas electorales nos hablarán de ahorro, de austeridad, de mejora de la gestión, de sacrificios necesarios. Y la jornada laboral seguirá alargándose, y desaparecerá casi sin darnos cuenta el contrato laboral respaldado jurídicamente por el derecho social. Tampoco la economía andaluza se ve demasiado productiva, con su agónica industria de agencias y organismos estatales y paraestatales, y su turismo y construcción paralizados o renqueantes. Ojalá la educación y la sanidad públicas no acaben siendo el monstruo con que las han confundido tantas veces los responsables de la Junta: servicios para desamparados. Aunque supongo que, en ese caso, encontrarían una etiqueta mejor los técnicos publicitarios que hoy recomiendan no hablar de recortes.

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