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Columna
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¿Quién ha robado el otoño?

No sé cómo definir los tiempos actuales. Nunca he vivido una campaña electoral semejante. No he visto jamás que el candidato del partido de la oposición ejerza en realidad como presidente en funciones. Tampoco he visto un gobierno que, en cada decisión, invoque al nuevo inquilino de la Moncloa. No he asistido nunca a este traspaso de poder anticipado que afecta a todos los ministerios y a todas las decisiones. Algunos días creo que me he levantado el día después de la victoria del PP porque leo en primera plana las cábalas sobre la formación del nuevo Gobierno y las fotos de los posibles ministros. Me sobresalto y pienso: ¿quién me ha robado el transcurrir de estos días, la liturgia de la campaña electoral, el ingenuo regocijo de pensar que todo es posible? ¿Quién ha convertido el tiempo de la decisión en una especie de punto muerto, en sala de espera de una victoria anticipada, en una especie de trámite engorroso pero imposible de evitar?

Algún ratero, menos poético y cabal del que atracaba a Joaquín Sabina para sustraerle el primaveral y amoroso abril, nos ha robado el mes de octubre y un buen trecho de noviembre, justo hasta la noche del día 20. Ha debido pensar que no los necesitábamos, a fin de cuentas para sus cálculos electorales no somos ciudadanos sino números, guarismos, chinchetas en un mapa o porcentajes en un gráfico de colores. Ya nos advirtieron de que la democracia era aburrida, pero una cosa es que una película te aburra y otra muy distinta es que, nada más llegar al cine, te coloquen el letrero de The end en la pantalla.

Debe ser por este lapsus temporal, por este flashforward en el que vive la política española, la razón por la que el partido ganador, el jinete de la última escena de la pantalla, no suelta prenda programática alguna, se encomienda a Dios en sus decisiones y parece salido de un limbo magmático en el que no existe el tiempo. Rajoy es ahistórico, críptico e insustancial; un personaje aupado por las circunstancias a un papel de liderazgo que le provoca un regocijo íntimo y que él expresa con un gesto inconfundible de mandíbula. Como en política es preferible que "la suerte te acompañe" y más en esta sorprendente etapa política, los programas electorales son peligrosos compañeros de viaje. "Cualquier declaración puede ser utilizada en tu contra" y "cualquier programa es munición futura", parecen haberle advertido. Por eso, la prudencia le aconseja decir lugares comunes, utilizar palabras comodín y recurrir en los mítines a las infalibles fórmulas de "hacer las cosas bien", "poner las cosas en su sitio" o "hacer una política económica como Dios manda". ¿Quién puede estar en contra de tal programa electoral? "Ni Dios", deben pensar sus publicistas.

Se dedica, eso sí, a limar algunas asperezas que en los tiempos pasados fueron su principal caballo de batalla. "Si el Tribunal Constitucional acepta la palabra matrimonio, nosotros la aceptaremos también", dijo recientemente a propósito del matrimonio homosexual. Como si no hubiese sido él quien firmó el recurso ante el tribunal y quién denostó la aprobación de la ley. Como si no hubiese sido su partido el que acompañó esa procesión de sotanas y de hábitos por las calles de Madrid o como si no hubiesen suscrito multitud de manifiestos en los que se denunciaba que esta ley es "un atentado a la institución familiar". Es este uno de los más de diez renuncios de los que tendremos oportunidad de hablar. Ahora nos anuncian una campaña electoral sin ruedas de prensa, o sea, sin preguntas incómodas, sin reacciones ante los temas de interés, sin periodismo: solo cámaras e imágenes de los mítines minuciosamente preparados. Una campaña electoral sin información real y unos ciudadanos desprovistos de memoria: esos peligrosos artefactos que nos dan a los seres humanos las coordenadas de nuestra navegación.

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