Pisar Auschwitz con zapatos de Prada
Si después de Auschwitz, según dijo Adorno, ya no es posible hacer poesía, menos aún se podría hacer teología. Joseph Ratzinger, con 18 años, perteneció a las Juventudes Hitlerianas. A la sombra de miles de estandartes con la cruz gamada, impulsado por los tambores y los gruñidos irracionales que desde lo alto de la tribuna lanzaba Hitler, el joven Ratzinger pudo haber desfilado ante la puerta de Brandeburgo con el corazón inflamado por la estética nazi. Tal vez el aroma de los tilos de Berlín impidió que le llegara el hedor a carne quemada que en ese momento ya inundaba todo el espacio del Tercer Reich.
Muchos años después, aquel joven, convertido en Benedicto XVI, visitó el campo de exterminio de Auschwitz. El domingo 28 de mayo de 2006 atravesó con su impoluta sotana blanca el arco de la muerte; con sus zapatos bordados de Prada pisó el suelo infame de aquel matadero y se detuvo a orar frente al muro donde fueron fusilados miles de inocentes. Llegaba como pontífice romano e hijo del pueblo alemán. Pudo haber caído de rodillas, haber pedido perdón por el tibio comportamiento de la Iglesia católica ante el Holocausto y haber roto a llorar como hizo Willy Brandt, pese haber sido este político un resistente declarado contra el nazismo. Joseph Ratzinger, con una dureza muy fría, se limitó a hacer teología e interrogó a Dios: "¿Por qué, Señor, permaneciste callado? ¿Cómo pudiste tolerar todo esto?". No tuvo respuesta del viento. Joseph Ratzinger es uno de esos teólogos dotados de una increíble sutileza bizantina que si supiera a ciencia cierta que Dios no existe, no por eso dejaría de hacer teología, como el que hila una invisible tela de araña solo por ser su oficio.
Fue profesor de dogmática en Freising, en Bonn, en Múnster, y pronto comenzó a brillar su arte de clavar los clavos teológicos por la cabeza, de comulgar con ruedas de molino sin que se rompiera el cristal de su dialéctica. La fama de su mente preclara hizo que Hans Küng, decano de la Universidad de Tubinga, lo llamara a su lado; al principio fueron amigos y ambos formaron una pareja de teólogos progresistas, famosos por andar siempre bordeando el acantilado de la herejía, y de este modo inocularon cierta modernidad en el Concilio Vaticano II, hasta que por celos teológicos o por desavenencias frente a la rebelión de los estudiantes en el Mayo del 68 que asaltaron las aulas de la Universidad de Tubinga, Hans Küng permaneció en su actitud progresista y Ratzinger emprendió el regreso a las fuentes reaccionarias de Trento hasta convertirse en un inquisidor dogmático que le llevó a la gloria del papado.
Duro y a la vez tímido, escurridizo e inflexible, con una mirada y sonrisa inquietantes, ha restablecido el infierno con todas sus calderas, ha recuperado la esencia radical del catolicismo frente al islam y al judaísmo, ha readmitido en su seno a los ultramontanos de Lefebvre, ha condenado el relativismo y el laicismo como jabalíes que arruinan la viña del Señor y, pese a ser un hombre de profunda meditación solitaria, se ofrece como culto al héroe sin atreverse a abrir del todo los brazos ante las masas.
En la concentración de Cuatro Vientos en Madrid se presentó como un ser caído del cielo con todo su esplendor ante un millón de jóvenes que lo aclamaban. A los pies del altar no discurrían esta vez las escuadras estructuradas como en aquel lejano Berlín, sino una amalgama de fieles cuyo único propósito era ver al Papa, no a Cristo. Lejos de Cuatro Vientos estaba el hambre de Somalia, la iglesia de los pobres. De pronto, en la explanada sobrevino una nube negra seguida de un potente vendaval y se llevó toda la panoplia por delante e inundó miles de formas consagradas. Una vez más, Joseph Ratzinger se limitó a hacer teología profesional ante aquel desastre. "Dios lo ha querido", dijo después de que un cardenal le entregara su solideo que se había llevado el viento.
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