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Columna
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Adiós, muchachos

Cielo abierto, mar y distancia. Durante estos días pueden verse ya en algunos palmerales de por aquí bandadas enteras de pájaros que empiezan a congregarse, como cada otoño, preparadas para cruzar el charco. Buscan lo que buscamos todos: aire tibio, luz, algo que llevarse a la boca, un horizonte. Ocurre así desde hace milenios. No es nada malo ni bueno, pero como metáfora tiene su punto melancólico. Toda esa energía desplegada en una misma dirección, la atracción de la tierra prometida, apenas una línea borrosa a lo lejos, el cansancio de una travesía demasiado larga, la prisa de los más jóvenes por llegar, el miedo a perder altura, a no ser capaces de remontar el vuelo. La vida.

También en este otoño incierto surcan los cielos otras aves migratorias. Chavales de veintipocos años, que van por ahí con su mochila y su currículo con la foto de carné grapada. Chicos listos, responsables, los mejores expedientes de su promoción. Hablan dos o tres idiomas además del propio, se manejan con las nuevas tecnologías, son serios, solidarios y han cumplido con su parte del trato, pero aquí nadie va a apostar por su futuro. Por eso levantan la vista y otean el horizonte, como si se sintieran de más.

580.000 jóvenes están ahora mismo preparando las maletas para cruzar la frontera. Muchos son inmigrantes extranjeros que, ante la tromba que se avecina, regresan a sus países de origen. Otros son la generación de nuestros hijos. Los más jóvenes, los mejor preparados, a los que ahora les toca medir la tierra con sus pasos. No pasa nada. Saldrán adelante. No son ellos los que me preocupan. La cuestión son los que se quedan. ¿Qué futuro puede esperarle a un país que desperdicia su mejor baza? Sus investigadores, sus técnicos informáticos, sus ingenieros de caminos, sus poetas, sus médicos, sus biólogos, sus directores de cine... De ser el país que más extranjeros recibíamos después de EE UU, pasamos a ser un país de emigrantes. Más de medio millón este año, según datos del Instituto Nacional de Estadística. Esto se va al garete, me digo. La España de siempre, los políticos de ayer y de mañana, sus puñeteros objetivos de déficit, Goldman Sachs, los empresarios sin escrúpulos y la madre que los parió a todos. Y de pronto los datos del INE se me atragantan como una blasfemia. Qué demonios estamos haciendo, maldita sea, para que tengan que largarse los mejores.

Los veo alejarse por la terminal del aeropuerto rumbo a Edimburgo, Copenhague, Berlín, Boston... con su mochila y sus andares inseguros de potros jóvenes. El pasaporte en la mano, el aire tímido y la sonrisa grapada al currículo. Sin mirar atrás, como hacen los valientes. Una nueva bandada de aves migratorias. Su instinto, inscrito en la memoria genética, les obliga a intentarlo, a hacer cuanto puedan por alcanzar el horizonte: aire tibio, luz, algún lugar que les dé chance.

Buena suerte, chavales.

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