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Columna
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Las tres Desgracias

Ya va siendo hora de que se hunda otro petrolero en Galicia. Con buen ojo, Manuel Bragado contaba por naufragios las generaciones de gallegos de una cierta edad. Aunque la cadencia no sea exacta, se acerca mucho a los diez años entre uno y otro o, al menos, no hay década que se haya librado: el Polycommander en 1970, el Urquiola en 1976, el Casón (no era un petrolero pero era igual de chungo) en 1987, el Mar Egeo en 1992 y el Prestige en 2002. ¿Qué nos espera en 2012 y lo que queda de 2011? Bien es cierto que desde el grito de "Nunca máis!" se han tomado medidas para evitar otro desastre de ese calibre, pero no hay que olvidar que en 1940 Dios estaba tan ocupado con la caída de la hoja en otoño que se le fue de las manos el Holocausto. Algo parecido nos está pasando a nosotros. Llevábamos casi diez años tranquilos desde aquel último atracón de chapapote y estábamos tan distraídos que no nos dimos cuenta de las desgracias que se nos venían encima. Los petroleros cayeron de uno en uno; no así los naufragios económicos, legales y morales de las "entidades financieras" (¡qué nombre para una nueva raza de alienígenas!) gallegas: se han puesto de acuerdo, como las desgracias, para no venir solos.

Lo que preocupa al vulgo de la múltiple debacle son sus dimensiones bíblicas, que solo podemos intuir

Nada más lejos de nuestra mente que analizar en este humilde espacio los pormenores de la múltiple debacle: para eso ya hay sesudos analistas mucho más capacitados. Lo que preocupa del asunto al vulgo ignorante son sus dimensiones bíblicas, que solo podemos intuir. Tres desapariciones, tres, han ocurrido, como por arte de magia y ante nuestras narices, en lo que va de año: la de las cajas de ahorros, la del Banco Pastor como entidad independiente y la del Códice Calixtino. Dejando en barbecho las dos últimas, la desaparición de las cajas de ahorros (y con ellas, la de su obra social y cultural) para convertirse en el banco de existencia más efímera de la historia, acarrea una intervención del Estado -que no parece exactamente una nacionalización- y el escándalo de las indemnizaciones a sus prejubilados. Esta curiosa especie actúa como las manadas de antílopes en la sabana africana cuando detectan la presencia de una pareja de leones: se ponen a correr como locos y alguno cae, pero se salva el grueso de la tropa. Porque en todas partes cuecen habas: ejecutivos de cajas de ahorros de todo el Estado se han regalado a sí mismos unos retiros de infarto convencidos de que, en medio del barullo, la mayor parte -la menos ostentórea en los medios-, se salvará de la quema.

¿Qué hacer? Ya no podemos esperar la intervención de voluntarios con monos blancos para recoger chapapote, y tampoco podemos confiar en las estructuras que debían vigilar la rapiña, o sea las Administraciones estatal y autonómica, el Banco de España o quien sea. Hay quien propone cerrarles el chiringuito por contaminación acústica, devolviendo -eso sí- a la gente la pasta que allí tiene depositada. Claro que, por esa regla de tres (desgracias), podemos cerrar de paso la Xunta y la Bolsa y el resto de los bancos -incluido el de España- y el Gobierno central y la base de Rota y todo lo que se nos ocurra. Y esto implica cerrar las cárceles en las que enchironar a toda esta panda, como decía Suso de Toro en este periódico hace unos días. Hombre, los gallegos volveríamos a vivir en los castros celtas y podríamos recuperar ancestrales costumbres como los sacrificios humanos -hay muchos candidatos idóneos- para contentar a los dioses y que no nos castiguen con este tipo de maldiciones ignominiosas.

¿Qué no hacer? No deberíamos, quizá, dejar hacer y dejar pasar, que dicen los franchutes. Como todo lo que nos ocurre es legal -lo que dice muy poco en favor de nuestras leyes- podemos recurrir a la humillación pública poniéndoles un capirote y sentándolos en la picota, pero seguro que aparece una asociación en defensa de los prejubilados millonarios y nos denuncia por atropello de los derechos de los humanos privilegiados. ¡Qué dilema! Vistas así las cosas y con el tiempo que ha pasado, en Galicia ya solamente podemos esperar que se hunda otro petrolero: así unificaríamos nuestras deudas en una sola y reflotaríamos la Burla Negra.

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