¡Qué tiempos los de aquel día!
"Tienes razón. Si tu cabeza dice una cosa y toda tu vida dice otra, la cabeza pierde", dice Humphrey Bogart a Lauren Bacall en Cayo Largo. Gracias al cine, vemos y oímos a los fantasmas sin asustarnos. Lo que nos asusta es todo lo demás. Son tiempos de ojo por colleja en los que llamar zorra a una mujer es un halago y ofrecerle una caja de pino un regalo. Tiempos en los que resulta aconsejable mirar el ADN a las merluzas en el mercado para que no nos den gato por pescado. Tiempos en los que nos intoxican con dosis letales de dióxido de nitrógeno mientras plácidamente paseamos. Curiosos tiempos en los que un juez, el magistrado italiano Claudio Pratillo, nos advierte de que la verdad procesal puede ser distinta de la verdad real y de que, en consecuencia, los jóvenes que acaba de declarar inocentes podrían ser una parejita de asesinos.
Escribíamos del betón suizo, de la WM, del 'catenaccio', pero no por ello el fútbol dejaba de ser un hervidero de pasiones
Pero, si lo prefieren, remontémonos a los remotos tiempos en los que, según el New York Times, caracoles marinos, surcando nubes, cruzaron los océanos a lomos de aves y acabaron como tapas en los bares. Apenas llegado a este punto, llamaron a la puerta. Era el difunto Antonio Valencia, uno de los más relevantes cronistas deportivos de los años 50, que venía a cantarme las cuarenta: "¡Déjate de caracoles!", me increpó; "¿acaso no es esta una página de deportes? Seamos consecuentes. ¿Por qué no hablamos, valga el ejemplo, del equipo de España?". El cronista era falangista en tiempos franquistas y se resistía a llamar La Roja a nuestra selección nacional. Pero, desde su sala de prensa en el Más Allá, estaba al corriente de los éxitos históricos logrados por el equipo bajo la égida de ese adusto entrenador llamado Del Bosque al que, en su opinión, no se enaltecía lo suficiente. "Tiene razón", admití. "En la actualidad, disfrutamos del mejor equipo y el mejor seleccionador, un hombre al que se le han concedido merecidos títulos y honores, pero con el que, dada su prudencia, solemos mostrarnos rácanos a la hora de ensalzar las virtudes para, en cambio, dedicar titulares y páginas a los exabruptos, intrigas y trifulcas con las que otros denigran el fútbol", confesé avergonzado.
"Antes escribíamos del betón suizo, de la WM o del catenaccio, pero no por ello el fútbol dejaba de ser un hervidero de pasiones y un vomitorio de frustraciones. ¿Quiere que le cuente la batalla de Wankdorf?", me preguntó. Le dije que me la contara y me la contó. Primero, empezó por recordarme lo de Franco. No se trataba del Franco añorado por Mayor Oreja y sus nostálgicos colegas, sino de un inocente niño. Apellidado Gemma y de nombre Franco. Paseaba por los aledaños del estadio Olímpico de Roma cuando, aprovechando un descuido, se coló. Quiso el azar reconvertido en destino que le fuera asignada la tarea de extraer, con los ojos vendados, un papelito de un sombrero. Ello significó la eliminación por sorteo del equipo español en el Mundial de Suiza 1954.
La anécdota del bambino hizo que la voz del narrador cobrara prestancia: "La batalla de Wankdford tuvo lugar en Berna. El 27 de junio. A pesar de la ausencia de Puskas, lesionado, y gracias a dos prodigiosos testarazos de Kocsis, la selección de Hungría ganó 4-2 a la de Brasil. En el terreno de juego hubo patadas, dos penaltis y tres expulsados. Lo peor vendría después". Finalizado el partido, Maurinho (que no Mourinho) se acercó a Czibor y le tendió la mano en engañosa señal de paz. Czibor la aceptó. Entonces, Maurinho (que no Mourinho) le propinó un puñetazo a traición. Y la guerra se desencadenó. Los espectadores saltan al terreno de juego. Un gendarme cae patas arriba y el quepis rueda por los suelos. Puskas se lía a mamporros con Moreira. Otro jugador húngaro abre la cabeza de un botellazo a Pinheiro. "Nos esperaban en el túnel", declara maltrecho el vicepresidente magiar; "como en las películas de gánsteres, un jugador brasileño hizo saltar en pedazos el foco que nos iluminaba. Todo quedó a oscuras y me golpearon en el pómulo con un objeto contundente". "Fue Puskas el culpable", denuncia el entrenador Moreira; "nos insultaron y escupieron". Y, como en un final de cuento, Antonio Valencia concluye: "Los jueces de la FIFA nada vieron, nada hicieron y el árbitro huyó en un Buick negro".
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