Reír para no llorar y otros disfraces
Sólo hay una cosa en el mundo que pueda dormir bien: un cadáver. Eso es humor negro, claro, que fue el que les gustaba a los surrealistas. Pero hay otras muchas clases: de todas ellas se ha hablado en La Risa de Bilbao (Bilboko Barrea), ese bendito festival artístico y literario que se ha inventado Juan Bas y que, a pesar de su juventud (o quizás por ello), hace gala de un poder de convocatoria que permite reunir cada año a notables representantes de un género particularmente proteico y refractario a la definición. Allí, en esa ciudad hoy tan ajena a su antigua imagen de "adusta y oxidada" (Blas de Otero), se ha hablado de todos los tipos de humor: desde el que se practica como escudo, es decir, como consuelo y protección frente a los males del mundo, hasta el que se blande como espada (ironía, sátira, sarcasmo) y subraya la contingencia de todo poder terrenal y la mentira de los dioses. Quizás nunca llegue a producirse el saludable e incruento apocalipsis que profetizaba a los poderosos aquella rabelesiana pintada de los situacionistas italianos -una risata vi seppellirà (una risotada os enterrará)-, pero lo cierto es que el humor también puede hacer daño. Su subversión, como la del viejo topo, suele ser la de desgaste: nunca me creí que Franco o Stalin se partieran de la risa con los chistes que sus oprimidos se contaban en voz baja, porque imagino que los que se los referían tendrían buen cuidado de censurar los más salvajes (a veces se mata al mensajero). En La Risa de Bilbao, y entre dibujos del incombustible Ibáñez y del llorado Eguillor, se ha hablado sobre el humor y sobre su ausencia (que a veces también resulta risible), de sus estrategias para vencer a la muerte, de la distancia entre la carcajada y la sonrisa, de lo inhumano del no reírse (y, por tanto, de la paradoja de que Cristo, el Dios hecho hombre, no se ría nunca), de sus técnicas (lo mecánico incrustado en lo viviente, como suponía Bergson) y de los procedimientos que emplea para manifestar la (efímera) afirmación del principio del placer sobre el de realidad. Y, desde luego, también se habló de sus límites: de cómo a veces es demasiado pronto o demasiado tarde para reírse, o del modo en que se cercena y se edulcora el humor en nuestra época de comisarios políticamente correctos y de mullahs ideológicos de variada confesión y método. Para los que no pueden hacer otra cosa, reírse (de todo) es un arma de combate. Y, además, riendo también se enseñan los dientes.
Cuota
Aunque sé que me meto en camisa de once varas y me van a llegar por todos lados, he decidido proponer a quien corresponda otro reportaje complementario al que se publicó la semana pasada y que tanto se ha comentado en los mentideros literarios y librescos. El nuevo sería sobre lo que opina un grupo de conspicuos y escogidos editores (solo varones) sobre la marcha (chuchurría) de su negocio, con especial hincapié en el modo en que están afrontando los exigentes retos digitales. La idea es continuar ofreciendo, contra viento y marea, una imagen glamurosa, optimista y positiva de un sector clave de nuestra cultura, concediendo la palabra esta vez a algunos de sus más conspicuos representantes masculinos, y proponiéndoles que acepten ser vestidos para la ocasión (para lo que recabaríamos la participación de importantes firmas de moda y complementos). Provisionalmente y, antes de dirigirme a ellos, me gustaría contar, para empezar, con Jorge Herralde (Anagrama) que posaría muy decontracté y vestido con ropa informal (pantalones chinos de Paul Smith, camisa de franela de J. Crew, mocasines negros de Crockett & Jones); con Javier Cortés (Ediciones SM), que podría comparecer más formalmente ataviado con un terno azul marino de Armani, zapatos (a cordón) Richelieu de Louis Vuitton, camisa blanca de Gucci y discreta corbata striped (¿quizás de Loewe?); con el joven editor Luis Solano (Libros del Asteroide), vestido con pantalones Levi's 501 vintage, camisa gris (cuello panadero) de G-Star Raw y mocasines Sebago (con calcetines gold toe). Por su visión panorámica acerca de la industria del libro y nuestros apabullantes hábitos de lectura, me gustaría contar también con Antonio María Ávila (Federación de Gremios de Editores), a quien intentaría convencer para que aceptara posar ataviado con un overall vaquero de Lee, camisa de leñador de Tommy Hilfiger y zapatillas deportivas Reebok. Si el reportaje propuesto tiene tanto éxito como el anterior, podríamos continuar la racha con otros relacionados con personajes del sector (a los que también agruparíamos por sexos, con escrupulosa atención a las cuotas de género): libreros, distribuidores, traductores, correctores, diseñadores, a los que vestiríamos con marcas nacionales, para no suscitar agravios comparativos. A juzgar por los precedentes no creo que nadie pusiera peros: a la gente le gusta más salir en los medios que a Strauss Kahn ya saben qué. Una variable aún más eficaz sería la de que unos y otras se avinieran a posar en ropa interior: ellos ligeramente desconcertados, pero sugerentemente viriles y marcando paquete (como Nadal), y ellas siempre seguras, inteligentes y femeninas. Por supuesto, luciendo los últimos modelos. Y todo ello impreso en papel satinado.
Disfraces
Convaleciente del trauma que me causó en los metatarsianos el impacto de El primer naufragio, de Pedro J. Ramírez (La Esfera de los Libros), que se me cayó sobre el pie izquierdo cuando me estaba enterando (en la página 1.196, nota 312 del capítulo III) del verdadero nombre de la actriz Montansier, decido seguir leyéndolo hasta que remita el dolor. Por cierto que a la presentación del libro acudió a fichar casi todo el mundo (e incluso algunos curiosos representantes del submundo), lo que ciertos observadores y algún crítico improvisado han interpretado apresuradamente como un signo del interés que suscita el estudio del pasado (aunque sólo sea de cuatro meses, ¡pero qué cuatro meses!), y otros como signo de la vanidad de los tiempos o de la larga mano de su autor. La verdad es que las presentaciones de libros ya no son lo que eran. Habría estado bien que, por ejemplo, el autor compareciera (como deus ex machina) recostado en su bañera, como el (también) periodista Jean-Paul Marat, rodeado por Ymelda Navajo (su editora), ataviada de Charlotte Corday, por Esperanza Aguirre, improbablemente disfrazada de girondina, y por José Luis Rodríguez Zapatero, con su guillotinada y melancólica cabeza jacobina bajo el brazo. Semejante tableau vivant hubiera constituido un simpático guiño de ojo a los medios que, sin duda, habría contribuido a la venta de, al menos, cuatro mil ejemplares más de los previstos. Pero -ay- falta imaginación, sentido del humor y parné, tres carencias insoportables. Claro que tal vez tenga razón el ahora conciliador y mariesco Sánchez Dragó, y resulte que el libro de Pedrojota sería un buen libro aunque no lo hubiera escrito Pedrojota, qué le vamos a hacer.
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