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Columna
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Jobs

David Trueba

Steve Jobs fue capaz de revolucionar en una misma corta vida el mundo de los ordenadores, de la telefonía móvil y el del cine de animación. Quizá la mayor evidencia de su personalidad radica en el momento en que un ejecutivo de la Pepsi se hace con el control de su propia empresa y lo desbanca. Parecía entonces que la vieja escuela económica se impondría sobre los nuevos emprendedores, pero sobre la resurrección de Jobs se asentó la nueva iglesia de jóvenes millonarios en chándal.

Sería bueno revisar el mítico anuncio de televisión que rodó Ridley Scott para el lanzamiento del Mac 128K, el primer ordenador de la marca. Jobs fue el maestro de la publicidad no pagada, los medios le hicieron las campañas con devoción desinteresada, donde a cada novedad de su empresa se le dedicaba un espacio desmesurado. Algo que impuso desde aquel primer anuncio que tan solo se emitió en una ocasión, en uno de los intermedios de la Superbowl. El año era 1984 y el anuncio invocaba la sombra de la novela de Orwell, con una población zombi frente a las pantallas sombrías y amenazantes del Gran Hermano. Una joven deportista, ella en color, lanzaba una maza contra la pantalla y los espectadores pasivos recibían una descarga de luz casi divina, entre un polvo blanco que luego el 11-S destruiría como metáfora liberadora. Terminaba con el símbolo de la manzana de Apple en los colores del arcoíris. Quince millones de dólares en la expansión de ese lema memorable donde el lanzamiento del Mac impediría que el año 1984 se convirtiera en 1984.

Hoy por hoy, nadie es capaz de destrozar a golpes de maza su producto Mac, convertido quizá en un Gran Hermano de cara amable y formas aerodinámicas. Jobs cambió la cara del planeta, es posible que ayudara a destruir la sombra totalitaria que amenazaba aquel mundo anterior a la caída del muro, pero la lucha continúa, es nuestra y nunca de las herramientas de consumo.

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