La reputación de las empresas ante la crisis
Muchos de los lectores de este suplemento pensarán que con la que está cayendo en la economía española no es el momento de ponerse a pensar en la reputación corporativa. En las actuales circunstancias, este es un razonamiento comprensible. Sin embargo, detrás de esta lógica subyace una idea que creo errónea: que la reputación corporativa es una cuestión accesoria a la actividad central de la empresa, una especie de apéndice del que esta puede desprenderse en momentos de apuro económico.
Frente a este enfoque, en la actualidad se está consolidando la corriente de que la reputación es algo intrínseco a la propia actividad de la empresa. Hoy ya nadie, o casi nadie, defiende la tesis del economista Milton Friedman, planteada en los años setenta, de que la única responsabilidad social de la empresa es tener beneficios. Al contrario, los estudios han acreditado de forma convincente que una empresa con buena reputación tiene más posibilidades de crear valor, contratar proveedores en mejores condiciones, obtener mejor financiación, reclutar empleados con más talento y generar mayor lealtad entre sus clientes. En definitiva, que es una empresa más rentable en el largo plazo.
El único modo de saber si consejo y empresa tienen intereses alineados es conocer las retribuciones
El que los ciudadanos valoren mejor a la pyme que a las grandes empresas frena que ganen tamaño
Pero una buena reputación no solo permite mejorar el rendimiento empresarial en circunstancias normales, sino que también es un valioso instrumento defensivo en situaciones críticas. Su importancia quedó demostrada, por defecto, en el caso de los pepinos españoles y la bacteria de E.coli en Alemania. ¿Alguien cree que quienes desde Hamburgo lanzaron acusaciones infundadas hubieran actuado igual si se hubiera tratado, por ejemplo, de hortalizas de origen francés? Con toda probabilidad, no. Lo que sucedió fue que la reputación de España, en esos y en estos momentos, no es precisamente la más adecuada y, por tanto, no funcionó como paraguas defensivo ante el estallido de la crisis.
Queda clara, por tanto, la importancia económica de la reputación. Pero, ¿cuál es la situación de la reputación empresarial en España y qué opciones tenemos para mejorarla?
La percepción que la sociedad, y especialmente los jóvenes, tiene de la actividad empresarial es un motivo de preocupación. El Eurobarómetro de la Unión Europea y otros estudios de opinión llevados a cabo específicamente entre el colectivo juvenil demuestran que la opinión que los ciudadanos españoles tienen de los emprendedores es bastante peor que la del resto de los europeos. La Fundación Cotec señalaba también en un reciente informe que la mayoría de los jóvenes tiene preferencia por un trabajo seguro y relega a los últimos puestos el ejercicio de una actividad emprendedora, ya que consideran que esta se encuentra asociada a una situación de riesgo.
Con esta base, no es extraño que una crisis económica y financiera como la que estamos sufriendo haya llevado consigo un desgaste de la reputación corporativa de las empresas y que, incluso, haya quien piense que son en parte las culpables del desastre. En el caso de España, los problemas del sistema financiero y, en especial, de algunas cajas de ahorros, han tenido un impacto muy negativo en esta cuestión, tanto por su propia incidencia interna como por las repercusiones en la financiación del resto de la economía.
Sin embargo, aunque todas las empresas del país, grandes y pequeñas, están sufriendo las consecuencias de la crisis, no todas han visto erosionada su imagen por igual. Las grandes, a este respecto, se han visto más perjudicadas que las pequeñas. Un estudio realizado por Futurebrand en plena crisis señalaba que los españoles suspendían en confianza a dos de cada tres grandes compañías de nuestro país, mientras que, más recientemente, el "Barómetro de Confianza" realizado por Metroscopia para en este periódico sobre las instituciones españolas más valoradas por los ciudadanos colocaba a las pymes por encima de las grandes empresas.
El hecho cierto de que nuestros conciudadanos valoren las pequeñas y medianas empresas, mejor que las grandes, no solo tiene efectos desde el punto de vista de imagen o de reputación. También influye negativamente a la hora de crear un clima que favorezca que nuestras empresas ganen tamaño (en España, de los tres millones de empresas existentes solo 4.000 tienen más de 250 trabajadores, mientras que en Alemania, con el doble de población, el número de grandes empresas se multiplica por cinco). Esto es preocupante, porque tanto la OCDE como otros organismos internacionales han puesto de manifiesto que la dimensión empresarial y la flexibilidad laboral son las dos llaves que permiten que la productividad cumpla con su misión de facilitar el crecimiento económico.
Para mejorar la percepción actual que nuestra sociedad tiene de las empresas y, por tanto, su reputación corporativa, hay diferentes factores o palancas sobre los que podemos incidir, pero me gustaría llamar la atención sobre uno: el gobierno corporativo. En mi opinión, sus reglas tienen que estar presididas no solo por el principio de representatividad, sino también por el de la transparencia a todos los niveles: en las retribuciones, en la contabilidad, con los empleados, con los clientes y, en suma, con la sociedad en general.
Solo así la legitimidad de origen de los consejos, que por supuesto existe al ser elegidos por las correspondientes juntas generales, se verá complementada por una legitimidad de ejercicio que exige que continuamente la empresa acredite la forma con la que ha obtenido los beneficios anuales.
En España hemos avanzado mucho en el gobierno corporativo de las empresas cotizadas. El Código Olivencia, el Código Aldama y finalmente el Código Unificado o Código Conthe han dado magníficos resultados. De hecho, el grado de cumplimiento de las recomendaciones de este último es del 87%.
Sin embargo, existe un punto negro: el espinoso tema de las retribuciones de los miembros del Consejo de Administración. Las dos únicas recomendaciones del Código Unificado que son seguidas por menos de la mitad de las compañías del Ibex son, precisamente, las relativas a la transparencia de las retribuciones de los consejeros. Por un lado, la que plantea la conveniencia de que el consejo someta a la junta general, con carácter no vinculante, un informe sobre la política de retribuciones de los consejeros, y por otro, la que recomienda que en la memoria se detallen las retribuciones individuales.
La resistencia de las grandes empresas cotizadas a seguir estas recomendaciones ha llevado consigo que el legislador, en la reciente Ley de Economía Sostenible, establezca su cumplimiento obligatorio a partir de 2012. Creo que los empresarios hemos perdido una buena ocasión de mostrar públicamente a la sociedad que nos podíamos autorregular y que no necesitábamos que nos lo impusiesen.
Hoy en día, la transparencia en las remuneraciones de los consejos de administración es una exigencia del mercado y de la sociedad que desborda cualquier argumento fundado en la privacidad de los consejeros. Y la razón de ello estriba en que las retribuciones del consejo pueden llegar a estar diseñadas en contra de los intereses a largo plazo de los accionistas, tal y como la experiencia ya nos ha demostrado. Por tanto, la única manera de comprobar que los intereses del consejo y los de la empresa están perfectamente alineados es dar a conocer las retribuciones de los consejeros.
Si el gobierno corporativo, y en particular la transparencia en las remuneraciones, son elementos clave para mejorar la reputación empresarial, hay que destacar también la importancia de otro factor de gran calado: la educación adecuada de las nuevas generaciones. Y dentro de esta, el fomento, desde el principio de su formación, del espíritu emprendedor y de la ilusión por crear algo propio, lo cual pasa invariablemente por crear una imagen positiva de las empresas entre los jóvenes españoles y luego por mantenerla hasta cuando se hagan adultos. Intentemos así que, al menos en el futuro, no siga sucediendo que la percepción de los emprendedores por los ciudadanos españoles sea bastante peor que la que tiene el ciudadano medio europeo. Que convertirse en empresario no sea la última opción sino un objetivo, desde el principio, aspiracional. Un espacio vital, sugerente y atractivo, en el cual desplegar de forma natural su vida profesional. Si lo logramos todos ganaríamos con ello.
La coyuntura actual, ciertamente, hace difícil tener hoy en día ánimo empresarial. Pero ello no puede servir de coartada a nuestra juventud para refugiarse en una actitud inánime o acomodaticia. Aquí habría que recordar aquel verso de Miguel Hernández: "Sangre que no se desborda, juventud que no se atreve, ni es sangre ni es juventud".
En justicia, este nivel de exigencia debería ser aplicado no solo a los jóvenes, sino a todos los que tenemos responsabilidades ejecutivas en las empresas. Porque emprender no es solo partir de cero, sino también tomar decisiones de inversión y asumir riesgos para hacer crecer de forma sostenible la empresa en la que trabajamos.
En este desafío por mejorar la reputación hay, finalmente, un ingrediente que nunca debe faltar: el optimismo. España disfruta de un nivel de bienestar que hace 20 años no hubiésemos soñado y tiene empresas que en muchos sectores son las más competitivas e imaginativas del mundo. Con esta base, y frente al pesimismo rampante en la sociedad, no olvidemos nunca que somos nosotros, los empresarios, los que con nuestro esfuerzo y entusiasmo escribimos el futuro económico de nuestro país.
Ignacio Garralda es presidente de Mutua Madrileña.
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