Un referéndum sobre las corridas de toros
Este fin de semana se ha celebrado la que muy probablemente será la última corrida de toros que tenga lugar en Cataluña. Y la noticia ha sido que los toreros salieron a hombros, en olor de multitudes, y que cientos de voces se significaron como taurinas, que hubo gritos de libertad, exaltación y apoteosis de una tradición ancestral, para algunos la fiesta nacional por excelencia.
Sin embargo, la noticia sobre la que a mi juicio ha de repararse especialmente es en la de la propia prohibición por parte del Parlamento de Cataluña de este espectáculo, interdicción hecha efectiva sin atender a una demanda popular explícita. Si bien de todos es sabido que existe, en mayor o menor medida, una corriente antitaurina en cualquiera que sea la comunidad autónoma en la que pensemos, también es constatable que hay parte de la población que se muestra a favor del mundo del toro, y otra tanta indiferente o a la que simplemente no le incomoda. Y la realidad es que esta sentencia de veto, tiene cierto hedor a cuerno quemado, se perfila como un capotazo unilateral, como una pañolada meramente política, como un rejón nacionalista que se revela como supuesto estilete unificador de voluntades populares. Y en una sociedad como la nuestra, que presume tanto de constitucionalidad y de beber de las aguas cristalinas y reparadoras de la democracia, parece cuando menos contradictorio que se tomen determinadas decisiones sin consensuarlo con el pueblo, sin permitirle que vote libremente; en este caso, si quiere dejar de ver toros o no hacerlo.
Está claro que los gobernantes representan tanto para bien como para mal al pueblo, pero del mismo modo que el Gobierno central no debe imponer a las Comunidades Autónomas todo lo que se le pase por la cabeza, aunque haya sido elegido para gobernar nuestros designios, tampoco se antoja procedente que estas impongan todo lo que quieran, y se salten a la torera el proceder básico de todo sistema democrático.
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