Hilar fino (sin cambiar de aguja)
El Real Madrid decidió hace más de un año cuál sería el camino más rápido para intentar coronarse. Hoy se encuentra con un plantel tamizado y reforzado con piezas específicamente elegidas y con una temporada de trabajo en la misma sintonía. El equipo, pensado y montado para exprimir el juego vertical, afianza su doctrina partido tras partido. Si en el curso pasado ya destacaba por la facilidad y la velocidad para llegar al gol, este año se muestra despiadado en ese rubro: 16 goles en cinco partidos.
Los problemas que se le presentan al plantel, en esa búsqueda vertical deliberada, son diversos. Debe desarrollar su idea en una Liga especial, en la que le toca enfrentarse a algunos equipos con buen funcionamiento defensivo y de contragolpe y en la que casi todos los rivales se atreven a construir desde el manejo del balón. Debe asumir el riesgo del propio sistema, en cuanto a la posibilidad de lesiones y desgaste con el correr de los partidos. Debe incluso cuidar el desequilibrio emocional que puede producir la necesidad de mantener las revoluciones al máximo durante 90 minutos todos los partidos. Pero el dilema mayor se presenta a la hora de manejar los tiempos y los ritmos de un partido.
El Madrid insiste en chocar contra el muro, no en buscar alternativas
Al no haber ninguna noción más importante en el plan de ataque que la velocidad para llegar al arco contrario, la tarea de hilvanar las jugadas queda siempre supeditada a esta idea. De esta forma, el equipo oscila entre las goleadas contundentes al Zaragoza, el Getafe y el Rayo Vallecano y la impotencia de no poder vulnerar al Levante y el Racing.
Cuando el Madrid se arriesga, sea porque se encuentra en desventaja o porque le apremia el tiempo en un partido que no pudo quebrar, lo hace casi siempre buscando acentuar la verticalidad y rara vez buscando mayor elaboración. Tampoco utiliza la asociación a través del pase como recurso para controlar partidos que domina en el marcador ni se aprovecha de su superioridad técnica para aumentar el volumen de juego cuando los partidos están definidos, aunque solo fuese como un instrumento circunstancial, con el objetivo de ahorrar energías.
Este Madrid está preparado para la demolición. Concibe a los adversarios como muros. Martillea y martillea hasta provocar una grieta. De lograrlo, algo que generalmente ocurre, comienza a derrumbar a su rival y no se detiene aunque ya no quede nada en pie. Si no lo logra, en lugar de buscar otras herramientas, solo cambia de martillo. Es aquí donde el pensamiento colectivo parece empastarse. Afirmado en sus muchas virtudes, el equipo insiste a veces en chocar contra el muro, no en buscar soluciones alternativas.
Si no consigue hacer daño con sus golpes y el partido se le cierra demasiado, la ansiedad puede transformarlo en víctima de su propio plan. Le sucede cuando intenta ataques cada vez más veloces que le hacen perder precisión. O cuando pretende penetrar con pelotazos frontales contra una defensa retrasada, acción que le obliga a esfuerzos cada vez mayores en la recuperación porque, en función de esta pretendida verticalidad, suelen quedar sus líneas demasiado distanciadas.
¿Por qué, entonces, el Madrid no utiliza un sistema más equilibrado, intentando agregar volumen a su juego directo y acentuar su dominio sumando posesión? Parece claro que Mourinho piensa que no hay tiempo suficiente para igualar al Barça en volumen creativo en los tres cuartos de la cancha. A estas alturas, no le faltan razones. No tuvo ni tiene jugadores con características para igualarle en su estilo, menos aún con la demora en la adaptación de Kaká. Lleva más de un año de adiestramiento y desarrollo de sus futbolistas en una idea de presión y golpe rápido que no permite cambios de marcha, solo matices de transformación circunstancial. El emblema del equipo es un jugador muy veloz, vertical y goleador, aunque poco tendente a la interpretación coral.
Este Madrid de Mourinho, ya encarrilado y mentalizado, no puede ni debe dejar de ser lo que es, una topadora. Pero se vería beneficiado si encarara la delicada tarea de equilibrar su juego, matizarlo sin perder sus convicciones básicas, lograr distinguir los momentos y conseguir allí mayor plasticidad y articulación sin perder sus rasgos esenciales, entender que lo cortés no quita lo valiente. Algo mucho más fácil de decir que de realizar.
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