Sorpresas viriles en la hora del cambio
Cuando el Ballet Nacional de Cuba (BNC) estrenó la obra en 1996, tuvo una buena acogida en todas partes, cosechando grandes críticas. En Madrid fue en el teatro Albéniz, donde los artistas cubanos gozaban de público fidelísimo. La compañía sigue teniendo el lógico interés, y debe verse con la perspectiva del presente.
Consuegra revisó a fondo su versión anterior de la Ópera de Marsella de 1988 y explotó las posibilidades técnicas de los cubanos que despuntaban entonces (una generación vital). Han pasado 15 años y el ballet global ha cambiado mucho las cosas, los objetivos de las puestas en escena, los rigores de su ensamblaje y presentación. Hay productos coréuticos que soportan mal el paso de lustros y algunos acusan en lo que fueron ocasionales virtudes, costuras y obsecuencia a ciertas modas. El trabajo clasicista de Consuegra retiene el brío, se valida en la materia bailable, pero la producción debe ser ya otra. Detalles a revisar hay muchos, pero salvables, como el tono de la paráfrasis de La Cachucha de Fanny Elssler (que debe respetar lo vernáculo, consustancial a la forma musical). El divertissement final, claro homenaje al gran Petipa coral, consigue elevar la cota y redime, espuma el desenlace en un tutti bien matizado, desde la danza de carácter a la expresión purista del pas de deux.
LA CENICIENTA
Ballet Nacional de Cuba. Coreografía: Pedro Consuegra; música: J. Strauss (hijo); diseños: Armin Heinemann. Dirección artística: Alicia Alonso. Teatros del Canal. Hasta el 25 de septiembre.
Así las cosas, hoy la Cenicienta cubana no tiene hada que la venga a rescatar de su papel servil. Luce una producción envejecida y unos desniveles de factura en la propia danza de conjunto preocupantes para una entidad de las características y el prestigio del BNC, méritos individuales aparte, entre ellos Osiel Gounod como el Maestro de Baile: un hallazgo, un nuevo Carlos Acosta en ciernes (aún hay pocos negros y mulatos en el BNC, algo inexplicable): rozará Osiel pronto la excelencia; elogios también para Serafín Castro como Waldemar: chispeante, preciso y aéreo. Ernesto Díaz en el papel de travestido de la Madrastra logra encajar el carácter y Dany Hernández como el Príncipe resulta innatamente elegante en su longuísima línea, verdadero privilegio que debe luchar por dominar. Se impone la generación viril, ciclos naturales del ballet que alimentan la competencia.
Pero el BNC clama por una renovación a fondo en sus miras y su estética, más allá de una urgente democratización de la entidad. Es evidente que una gran agrupación con más de 60 años fraguando triunfos, estilo y estrellas, merece un futuro basado en la savia nueva que no desecha la experiencia, pero que lucha por acoplarse al nuevo siglo. Las bailarinas, aún estando preparadas a conciencia, atajan las formas con un tono periclitado, casi obtuso en la dinámica. Esto se puede deslindar tanto por la parte puramente técnica como por la anímica, el aliento que lleva a que la bravura sea una demostración de júbilo artístico y no una cabriola circense, habida cita de que estamos hablando de un ballet de nueva creación y no del más comprometido todavía repertorio académico en la que se impondrá la salomónica verdad del juicio estético de más calado.
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