Diferentes
Resulta muy difícil resumir en una frase el buen número de razones que pueden explicar el éxito continuado de la selección española de baloncesto. Pero creo que quien ha estado más cerca de lograrlo ha sido José Manuel Calderón, base y cerebro destacado de este grupo, cuando ante las cámaras de televisión y a los pocos minutos de terminar la final y colgarse un nuevo oro cerró una de sus reflexiones con un simple "somos diferentes". No puedo estar más de acuerdo. Lo fueron desde el día que su columna vertebral irrumpió en nuestras vidas, en el Mundial júnior de Lisboa, hace ya 12 años, cuando daba sus últimos coletazos una década bastante frustrante baloncestísticamente, bastante huérfana de jugadores carismáticos y que arrojaba unos resultados ciertamente mediocres que arruinaron buena parte del crédito conseguido en los años ochenta. De repente descubrimos una banda de mocosos descarados que jugaban a una velocidad de vértigo y que no temían ni a Dios ni al diablo. Eran diferentes.
Poco a poco fueron madurando y junto a algún ilustre veterano comenzaron a demostrar que a su talento se le unían otros valores como la ambición y una indisimulada pasión por competir. Y se pillaron un par de medallas, hasta que se produjo el boom de Japón, donde hay que recordar que los primeros que dijeron que iban a por el oro fueron los propios jugadores. Cuando en este país lo normal era protegerse del posible fracaso rebajando expectativas, ellos animaban a la gente a sumarse a sus ilusiones. Eran diferentes.
En Japón la mezcla alrededor de la generación de Lisboa se acercaba a la perfección al completarse el puzle con savia nueva como Rudy o Marc Gasol. Lo que observamos en aquel Mundial no fue solo un impensable éxito, sino la explosión de un modelo a imitar en el que tan importantes eran las cuestiones relacionadas con meter o evitar canastas como las humanas. Y el factor humano se puso a la altura del factor deportivo. Sin saber muy bien por qué, viendo a otros jugadores y a otras selecciones saltaba a la vista que, esta vez en el buen sentido, España era diferente.
El enorme e inesperado éxito fue digerido perfectamente. No hubo problemas de egos, el compromiso se mantuvo y año tras año la cita veraniega de la selección se convirtió en una deliciosa fiesta donde primaba siempre el interés colectivo a los legítimos intereses individuales. Antonio Díaz Miguel, entrenador de la selección durante décadas, siempre prefería la denominación equipo nacional al de selección española. Tenía toda la razón, pues no todas las selecciones son un equipo. España nunca ha dejado de serlo, y en eso también han sido y siguen siendo diferentes de la mayoría.
Cuando observas el talento que atesoran otros países y las dificultades que atraviesan para lograr que sus mejores jugadores terminen conformando eso que entendemos debe ser un equipo, te das cuenta del valor de lo conseguido por este colectivo. Gracias al mantenimiento de una serie de valores técnicos, tácticos y humanos, España ha logrado una sorprendente y exitosa permanencia en lo más alto de la élite de este deporte. Mientras equipos como Serbia, Francia, Lituania o Eslovenia se las ven y se las desean para juntar sus muchas valiosas piezas en algo sólido y duradero, España consigue año tras año la cuadratura del círculo: ganar, disfrutar y hacer disfrutar, sacar lo mejor de cada uno sin estridencias ni malos rollos enarbolando la bandera del buen juego, un comportamiento ejemplar y una solidaridad y afecto entre sus componentes, que al final se convierte en un factor diferencial y decisivo.
Por estas cuestiones y algunas más, la frase de Calderón da en la diana. Este equipo hace, piensa y se comporta de manera diferente del resto y en su excepcionalidad radica buena parte de su merecido éxito. Tan sencillo de decir como difícil de conseguir.
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