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Columna
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El espejo del alma

Se habla del secreto profesional de los abogados. De médicos y sacerdotes. Hay quehaceres que exploran las dársenas más intrincadas del cuerpo y del alma. Pero en nuestro tiempo asoma un secreto profesional muy importante y del que nadie dice nada: el de los informáticos.

Lo que puede saber de ti el médico, el abogado, el notario, el inspector de hacienda, es un pálido reflejo de la imagen exacta y fidedigna, precisa hasta lo fotográfico, que puede obtener de ti el técnico de ordenadores de la tienda de la esquina. Yo a veces recurro a sus servicios (al técnico de la tienda de mi esquina), y él realiza delante de mí toda clase de gestos y comentarios tranquilizadores, con el fin de señalar que no va a curiosear en los archivos. Ese cortés sobreentendido pretende convencerme de que todos los secretos se hallan custodiados cuando ellos enchufan en la tienda mi PC. Quién sabe, a lo mejor es mentira. Pero por si acaso ellos ejecutan movimientos parecidos a los de la cajera del súper, que cuando introduces el número pin de tu tarjeta hace como que se mira las uñas, se ajusta el zapato, y tú aprovechas y tecleas a placer.

Me pregunto si el técnico que frecuenta las tripas de mi computadora habrá examinado alguna vez esa carpeta titulada Valkirias, que es fruto de muchos años de trabajo y atesora un material inmejorable. El ordenador dice más de ti que las tesis doctrinales que defiendes en las cenas de amigotes o el voto insignificante que introduces en la cabina electoral. Hace tiempo que ese electrodoméstico se ha convertido en el verdadero espejo del alma. En el ordenador habita lo mejor y lo peor de cada uno, con todas las estaciones intermedias. El ordenador se ha convertido en la leal extensión de la conciencia. Puedes pasar miles de horas hablando al psicoanalista de los castigos que te imponía tu madre cuando te negabas de pequeño a acabar la porrusalda, pero nunca podrá extraer algo tan íntimo, tan profundo, como el informático cuando levanta la carcasa del disco duro. Ahí la intimidad sí queda al desnudo.

Alguien dijo que la medida de una conciencia tranquila sería la de aquella persona que no se avergonzaría si todas sus acciones y todos sus pensamientos se hicieran públicos. Creo que eso es cierto, pero no porque tus acciones o pensamientos puedan ser, desde una moral convencional, más o menos aceptables, sino porque en tu fuero interior ya los hayas aceptado. Cuando asumas que todos tus archivos forman parte de ti, y te pertenecen, y te identifican, habrás alcanzado la paz. Yo lo veo así: las fotos de mi familia, los textos propios y ajenos, las citas de ciertos filósofos, los cuadros de algunos pintores, los retratos de gente a la que quise y ya he perdido. Y también mi carpeta de Valkirias. Qué material. En serio, tendrían que verlas.

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