Para una cartografía de los olvidos en la literatura
¿Sirven de algo, a la fecha, las veteranas nociones de "escritor injustamente olvidado", "infravalorado" o "desdeñado"?
Uno de los rasgos del tiempo postmoderno ha venido a ser el eclecticismo valorativo, la capacidad omnívora de volver sobre todo el pasado y no olvidarse de nada, aunque esa memoria sea tan fugaz como la proverbial de los moradores de una pecera. Aparentemente, todo se rescata, se conmemora, se reimprime..., pero lo cierto es que al día siguiente todo se olvida, casi a la vez que se van guardando en un almacén los restos de la edición facsimilar, del catálogo copiosamente ilustrado, de los paneles de la exposición y las sillas del ciclo de conferencias o del curso de verano que acaban de celebrar a un "injustamente olvidado", recuperar unas "señas de identidad" (preferiblemente locales) o celebrar un centenario.
En esas condiciones, ¿quedan todavía "injusticias" estimativas, al menos en el tupido espacio del siglo pasado? Las razones de una notoriedad literaria sostenida no suelen ser arbitrarias. Las condiciones del olvido, o de la intermitencia, tampoco. Un canon se define por la invariabilidad pero, de hecho, se crea y se modifica. El canon pesaroso y algo solemne de las letras españolas que prevaleció hasta 1980, cuando menos, se constituyó a partir de la invención de una presunta "generación del 98" seria, cavilosa y crítica, manufacturada sobre el modelo de Unamuno. Y es significativo que esta percepción dominara, sobre todo, entre 1930 y 1960. Y produjo exclusiones o prevenciones que hoy nos parecen injustas (y con razón). Unas se debieron a la presunta inconveniencia de los segregados: a Ramón Gómez de la Serna y a Salvador Dalí se les excluyó por ser ruidosos, ególatras y arbitrarios en un tiempo de penitencia. Y ha costado no poco reintegrarlos a un canon donde tuvieron más valedores americanos que españoles (Borges y Octavio Paz en el caso de Ramón, Julio Cortázar en el de los dos). Desde que lo dijo Ortega en mala hora, a Gabriel Miró se le reprochó el perfeccionismo y la morosidad, que son las virtudes sobre las que levantó un mundo trémulo y feroz a la vez, que no acaba hoy de encontrar lectores. ¡Ellos se lo pierden! Los mismos que le echaban eso en cara acusaban a Pío Baroja de rapidez y superficialidad, pero Baroja tuvo siempre a su favor a los lectores y a personajes tan dispares como el propio Ortega y el silencioso y lento Azorín. No han faltado tampoco las víctimas del éxito, a los que siempre miran aviesamente los partidarios de la compunción: Vicente Blasco Ibáñez y Wenceslao Fernández Flórez son dos ejemplos de escritores que además lucharon por salir del lazareto. Sónnica la cortesana o El bosque animado están escritas para halagar a los críticos exigentes y por eso son obras fallidas. La misma maldición nos impide reconocer los méritos -que los tiene- de Jacinto Benavente y hasta los de Eduardo Marquina, de quien todo el mundo cree saberlo todo...
Otras veces la dificultad viene planteada por un concepto angosto de "generación" que se ajusta a unas pautas rígidas. En tal sentido, los casilleros de "generación del 27" o "generación de los 50" han sido muy crueles con sus periferias, aunque uno y otro se hayan puesto bajo el signo de la amistad de sus componentes. Pero Luis Cernuda se quejó acerbamente de su marginación y, en su huella, José Ángel Valente la emprendió con Jaime Gil de Biedma porque intuía que se había llevado el santo y la limosna de aquella pregonada simpatía. La identificación del veintisiete y la poesía ha dañado el recuerdo de algunas novelas excelentes y ha eclipsado enteramente el recuerdo del teatro (pienso en Claudio de la Torre). La consagración del realismo crítico, como referencia de la creación de los cincuenta, ha convertido en alma de Garibay a Isaac de Vega, el autor de Fetasa, que era otra cosa. Y no sé si haber madrugado en su primer relato y haber llegado tarde en los últimos ha sido lo que nos ha hecho olvidar a Antonio Rabinad. Otras veces, el generacionismo como regimentación obligatoria ha perjudicado a los escritores intersticiales: el postismo fue poca cosa en sí pero sus mosqueteros sobrevivientes fueron escritores más que notables (citaré solamente a Antonio Fernández Molina). Los hay también en el hueco que se abrió entre el meteoro de los novísimos y quienes empezaron a escribir al filo de los ochenta: el decenio de los setenta fue el territorio de los malditos y de los menospreciados (valgan aquí Diego Jesús Jiménez o Aníbal Núñez).
Y es que el mapa de la injusticia está ampliamente poblado.
José-Carlos Mainer (Zaragoza, 1944) es director de la Historia de la literatura española (Editorial Crítica), en nueve volúmenes, de los que se han publicado cuatro.
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