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Columna
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La bestia

Pocos sucesos me han conmovido tanto, en el transcurso de este agosto, como el abrazo de Vergara esquina Pelayo perpetrado, en la intimidad, por los dos principales partidos de la oposición: el que gobierna y el otro.

Está, por un lado, la indudable ternura que semejante actitud provoca, en estos tiempos de cólera floja, cagalera intensiva y sentimentalismo a flor de piel. Por otro, nos encontramos con el beneficio de haber contribuido, al entregarle su libra de carne constitucional a los mercados, a la exaltación poética de Shakespeare y su El mercader de Venecia. Aunque la verdad es que, comparado con estos, su Shylock más bien parece la sirenita de Copenhague. Paciencia: ya llegaremos a El rey Lear cuando la Consti -ahora ya la puedo tutear- se arrastre, vieja y ciega y desdentada, y desconfiando de todo el que se le acerque.

Lejos de mi ánimo provocar el desánimo. Más bien todo lo contrario. Creo que los reformadores se han quedado cortos, al no especificar -por lo menos, los plazos- cómo deben ir desarrollándose la analfabetización, funcional y literal, de las nuevas generaciones, el aumento de los beneficios de las sociedades privadas que subastarán las camas libres en los hospitales antaño públicos y... Perdón, soy tonta. Si de eso es, precisamente, de lo que trata la reforma. Hay otro tema, que tampoco se ha especificado porque está implícito en el trato, y es el de que las rentas que no sean del trabajo no deberán tocarse ni con una rosa.

No me cabe duda de que existen urgentes razones que han empujado a los próceres -el uno, por sentido de la responsabilidad, dice; el otro, digo, frotándose las manos- a proceder a procesarnos con la máquina de restar. Pero ¿se han dado cuenta de que alimentar a la bestia solo la vuelve más insaciable?

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