Los Pirineos, en autobús
Cuando tu periódico te encarga una serie veraniega sobre viajes improbables, lo normal es que tu memoria vuele rauda hacia el archivo en busca de aquellas aventuras memorables que un mortal podría hacer una o ninguna vez en su vida: atravesar Groenlandia con esquís, bucear con tiburones en las Galápagos, viajar por África en autoestop... Pero con demasiada frecuencia los viajeros nos dejamos llevar por el brillo de lo extremo y lo remoto para saciar nuestro ego, cuando la verdadera aventura, el viaje más improbable de todos, puede estar aquí, a la vuelta de la esquina. De hecho, lo está.
Pude comprabarlo el día que recibí, hace ya algún tiempo, un encargo de mi buen amigo Sergi Ramis, inconmensurable viajero y en aquel tiempo director de una revista de temática viajera y naturalista centrada en los Pirineos. Yo acaba de publicar un reportaje sobre la Transpirenaica en bicicleta, la mítica ruta que cruza la cordillera de los Pirineos a lo largo, desde el Mediterráneo al Cantábrico (o viceversa). Esto fue lo que me propuso: "Lo de la Transpirenaica en bici está bien, pero eso lo hace cualquiera. ¿Te atreverías a escribir un artículo sobre la Transpirenaica.... en autobús de línea?".
"Me lancé al viaje más absurdo intentado antes por ser humano alguno. Tardé seis días en hacer 760 kilómetros del mediterráneo al cantábrico. En bicicleta hubiera ido más rápido"
¿Y por qué no? Una Transpirenaica de aventura humana no deportiva, de estación en estación, para comprobar sobre el terreno lo imposible de unas comunicaciones transversales en un país cuyo sistema de transporte radial ignora siempre a los núcleos pequeños y aislados.
Solo había dos reglas: utilizar en exclusiva transportes públicos, ya sean autobuses, trenes o taxis, y no descender más abajo de una línea imaginaria que dejaba fuera las capitales de la llanura, recurso fácil que hubiera permitido solventar la aventura en menos de 24 horas. De esta forma me lancé al viaje más absurdo e improbable intentado antes por ser humano alguno. Tardé seis días en hacer 760 kilómetros. En bicicleta hubiera ido más rápido.
- Primer día: Llança-Puigcerdá (Girona). Llança amanece somnolienta un día gris y frío de mayo, como si aún se desperezara del largo invierno. Lleno una botella con agua del Mediterráneo para cumplir el ritual de verterla al final del viaje en Cantábrico. Desde Llança el Cercanías que hace Port Bou-Barcelona me deja en Figueres. Esto empieza bien.
Desde Figueres hay tres buses diarios a Olot, que está a 49 kilómetros. Apenas subimos 14 pasajeros al autocar de las 13.30, un grupo poco numeroso y de una tipología que se va a repetir siempre: jubilados, estudiantes menores de 18 años e inmigrantes. El resto de grupos sociales de este país lo primero que hace en cuanto tiene posibilidad es comprarse un coche y pasar de los transportes públicos.
Una vez en Olot me informan de que hay un bus a Puigcerdá que sale a las 17.15, y me da tiempo a cogerlo. Decididamente, he empezado con buen pie.
En un solo día, tres enlaces sin problemas y 172 kilómetros recorridos. ¿Será tan fácil esto?
- Segundo día: Puigcerdá (Girona)-Puente de Montañana (Huesca). A las 7.30 subo al autobús que va a la Seu d'Urgell. Llego a la Seu muy temprano y la ciudad huele aún a camas sin hacer. A las 10.15 tomo un taxi a la demanda, un modélico sistema de comunicaciones subvencionado por los consells comarcales que ha resuelto el problema del aislamiento de las muchas aldeas y aldeanos sin vehículo repartidos por el Pallars, por el Alto Urgell y por tantas otras soledades pirenaicas. Mis otros dos compañeros de viaje son una anciana cargada con dos cestas de mimbre tapadas con una tela de cuadros rojos y blancos y un señor mayor que también va a Sort.
De Sort me saca el autobús que baja de Andorra a Lleida. Paro en Tremp y allí empiezan los problemas: el cambio de comunidad autónoma es irresoluble en transporte público. No hay ningún autobús que enlace los pueblos de Cataluña con los de Aragón sin bajar a alguna de las capitales de provincia. No me queda más remedio que tomar un taxi para alcanzar Puente de Montañana, la primera población de Aragón.
- Tercer día: Puente de Montañana-Barbastro (Huesca). Tomo el autocar de Viella a Lleida que pasa a las 7.05 por Puente de Montañana; 25 minutos después me bajo en Benabarre. Pero ahí se acaba todo. Si las comunicaciones transversales entre los valles pirenaicos son difíciles de por sí, durante los fines de semana el encefalograma es plano. Sencillamente: los domingos no hay autobuses a ningún sitio pequeño. Y Benabarre lo es. Decido disfrutar de un agradable día de dolce far niente en Benabarre. Doy dos paseos por el pueblo, subo a las ruinas del castillo y paso tres veces por la calle Mayor. Tras lo cual empiezo a dudar de que haya sido una buena idea. Decido salir de allí cuanto antes y me pongo a hacer dedo en la carretera.
Hora y media después asumo lo difícil que se ha puesto lo del autoestop en la vida moderna. Al final para un Peugeot 306 con dos chicos: "Vamos hacia Barbastro, ¿te sirve?". "Al fin del mundo, con tal de salir de aquí", les respondo.
- Cuarto día: Barbastro-Aínsa (Huesca). Ya es lunes, pero no acaba el cuelgue. El único autobús a Aínsa sale a las 20.45, lo que significa que tengo todo el día para ver Barbastro. Paciencia. Doce horas pasan rápido. Entre ratos de Internet y visitas a la restaurada iglesia parroquial paso el día. A las ocho menos cuarto de la tarde, puntual, sale el único autobús hacia Aínsa. Afortunadamente, conmigo dentro. En Aínsa recapitulo: en 48 horas he avanzado 90 kilómetros. A pie hubiera acabado antes.
- Quinto día: Aínsa (Huesca)-Pamplona (Navarra). "Estamos en la montaña y aquí apenas vive gente, qué quiere". La dueña del hostal Pirineos, de Aínsa, en el que duermo, rebate de manera rotunda mi perplejidad cuando me entero de que solo hay un autobús diario a Sabiñánigo. "Y existe porque lleva el correo y de paso transporta gente, que si no, ni eso". Me monto en él a las 14.30 y llego a Sabiñánigo con el tiempo justo para enlazar con un autocar que viene de Huesca y se dirige a Pamplona.
- Sexto día: Pamplona (Navarra)-Cabo Higer (Guipúzcoa). Son las ocho de la mañana y a esta historia se le barrunta el final. El autocar, con la radio a todo volumen, enfila el valle del Bidasoa y sus espesos bosques de hayas encauzan mis pasos hacia el Cantábrico. De repente, el río se hace ría y empieza a oler a mar. En Irún tomo un autobús urbano hasta Hondarribia donde un taxi me lleva hasta el faro del Cabo Higer. Y allí, en un mar dócil y amable, vierto el agua del Mediterráneo. El rito está cumplido. Supongo que tengo un sitio en el Guinness de los récords, porque dudo que antes nadie haya cruzado los Pirineos de una manera tan absurda e interesante.
Si como decía Milan Kundera, el grado de lentitud es directamente proporcional a la intensidad de la memoria, este viaje lo iba a recordar durante toda la vida.
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