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Reportaje:FUERA DE RUTA

Plantas que curan las locas ilusiones

Chateaubriand, un político y escritor enamorado de la botánica, dejó un bello jardín cerca de París

Cuando se camina por el parquebosque del Valle de los Lobos, uno tiene la intuición de que la gran literatura y el arte no lo son por coincidir con las normas codificadas del mundo, sino por su afinidad absoluta con algo que secreta la naturaleza y que es la belleza. A escasos kilómetros de París, en un claro del valle de este nombre, François-René, vizconde de Chateaubriand (1768-1848), compra una mansión y se refugia allí en 1807 tras publicar, en El Mercurio de Francia, un artículo fustigando el despotismo de Napoleón. Sancionado con el alejamiento durante algún tiempo de la escena política, el escritor dirá: "Este lugar me gusta; ha sustituido para mí los campos paternos; lo pagué con mis sueños y vigilias...".

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Estamos a media hora de la capital, pero una vez entramos en el recinto boscoso, subiendo hacia el pabellón, tierra sin patria, formada de silencio, vegetación y metáforas, nos hallamos en otro continente. El mismo que, viajero y paisajista, el escritor imaginaba al visitar España, comparando la vega de Granada con las delicias de Esparta. A él mismo le gustaba definirse con las palabras de Cagliostro: "Soy noble y viajero". Por su fachada posterior, la mansión-museo se abre a una perspectiva sublime. Un espacioso parque denso y arbolado, cuya aspiración visual invita a hollar enseguida sus senderos. Todo parece como si el campo hubiera hecho un hueco en torno al cual se levantó una residencia, y no al revés. La hacienda integra la casa y el prado, L'Arboretum y Le Parc Boisé, que ocupan una superficie de 60 hectáreas. Los tres se pueden visitar en un mismo día.

Molduras y cariátides

El museo abriga documentos e iconografías y reconstruye la atmósfera de aquella sociedad cuya arquitectura interior incluía paneles pintados, cariátides, molduras pulidas y un rincón con una puerta secreta que se abre a una biblioteca de 12.000 libros. Un romanticismo naturalista y enciclopédico de una época ya clásica. Para quien, como Chateaubriand, los trabajos del hombre y la naturaleza eran equivalentes, proseguir aquí, en la torre llamada Velléda, sus Memorias de ultratumba (el fabuloso tomazo de más de 2.000 páginas), suponía una forma de felicidad. Dejar la pluma, bajar al jardín y afanarse en la botánica, su segunda pasión, aliviaba sus altibajos mórbidos. Fue él quien plantó los árboles más bellos y raros del coto, castaños de Indias o arbolillos americanos. La profusión de flores y especies vegetales dibuja el terreno en oleadas. Anémonas, jacintos y crisantemos iluminan las veredas y se combinan con las azaleas y rododendros compitiendo en colores.

Por sendas ascendentes y hondonadas, altísimos cedros de Líbano, cipreses de Luisiana (con copa arbolada en forma de hélice), encinas y Catalipas bignonioïdes (que desde lejos parecen troncos derribados como si deseasen volver a su seno nada más brotar, en lugar de crecer) cautivan y relajan al visitante agotado de ilustración tras examinar el culto museo.

El Valle de los Lobos es un "espacio natural sensible", señala el folleto turístico. A lo cual, en Los labradores, Chateaubriand responde que es allí donde fue a coger una rosa de magnolia humedecida con las lágrimas de la mañana. "Y la prendí en el cabello de la dormida Atala", escribe.

Jean Paulhan y Paul Valery serán sus dueños cuando Chateaubriand, en 1818, venda la propiedad forzado por una crisis pecuniaria. Nuevos dueños embelesados por el asilo que su paz exhala. Como sugiere Julien Graq, "la pátina del desierto" de este cavalier seul (rasgo que compartía con Byron) buscó en la campiña una voz para curarse del spleen ("pues René no bromeaba con la moral") y compaginar valores "incompatibles" surgidos de la Francia imperial, romántica y revolucionaria. "Eviscerado perjudicado" por contradicciones intensas, su angustia le empujará a meter la historia en una sepultura: "Nuestra vida entera transcurre dando vueltas a nuestra tumba; nuestras distintas enfermedades son soplos de viento que nos acercan más o menos a puerto". Es en Roma donde René comienza las 2.000 páginas de sus célebres memorias. "Una obra que solo ella puede dulcificar mis penas", escribe. Es también el momento, 1803, en que muere en sus brazos su ídolo femenino, Pauline de Beaumont.

Chateaubriad fue literato y ministro apasionado de la cosa republicana, con dobleces insensatas pero sinceras e inteligentes, como solo la patria de Pascal es capaz de producir. Teniente, aristócrata, afiliado a la Orden de Malta, su hermano Juan Bautista (quien será guillotinado) le presentó a Luis XVI, huido en la revolución; asiste a la coronación de Carlos X en Reims en 1825, embajador en Roma, y con las revueltas de 1830 y la proclamación de Luis Felipe será aclamado por los jóvenes, aunque, tras un vibrante discurso en la Asamblea, dimite. Detenido por favorecer las intrigas de la duquesa de Berry, tiene que exiliarse en Suiza, aunque vuelve a París el mismo año. Explorador infatigable, viajará a Oriente y América, y hará su guerra en España convirtiéndose en el amante de Madame de Castellane.

Esperanzas deshechas

El genio del cristianismo, de 1802, cuya segunda edición fue dedicada al cónsul Bonaparte, lo había consagrado; su triunfo literario es tan repentino como el de este sobre los campos de batalla. Sin embargo, para René, a quien un todo le cansa o aburre y un nada le divierte, el alivio está en las plantas, como esas raíces cuyos aromas serenan. A ellas se vuelca, como se volcaron los abencerrajes (el linaje nazarí del reino de Granada), a quienes las plantas "servían para calmar los vanos dolores, disipar las locas ilusiones y aquellas esperanzas siempre nacientes y siempre deshechas". Chateaubriand acabará amargado ("El fuego que enciende la antorcha es también el que la consume"), rumiando profecías ("Los hombres son incapaces de usar bien su libertad") y mostrará cierto desencanto ante un mundo en el cual ya no quedará otra solución "que pedir a la ciencia el medio de cambiar el planeta".

L'Arboretum, paralelo al museo, es una reserva bruta de flora y fauna. Contiene 5.000 especies de árboles, 2.500 especies vegetales y arbustos provenientes de lejanos hemisferios. Su arquitectura, un emplazamiento de quioscos, fuente, pabellón morisco y puentes, configura el trazado de un paseo donde puedes cruzarte con 45 especies de pájaros y 50 de mariposas.

Al final de su vida, Chateaubriad dijo: "Temo haber tenido un alma de esa especie que los filósofos llaman una enfermedad sagrada. Me encontré entre dos siglos como en la bifurcación de dos ríos; me zambullí en sus aguas agitadas alejándome disgustado de la vieja ribera donde nací, nadando con esperanza hacia una orilla desconocida". Ese margen, y aunque ya no veamos lobos, aún perdura por el aire de este valle. En una aldea (bourgade) próxima, Plessis Robinson, restaurantes y boutiques puntean nuestra excursión a este paraje literario de recuerdos naturalizados por vibrantes espectros. Recomiendo tomar alguna deliciosa empanada de cangrejo y helados que sirven, con exquisita educación, en Le Régal de Sophie.

Guía

Información

» Casa de Chateaubriand (www.maison-de-chateaubriand.fr). Chateaubriand, 87, Châtenay-Malabry, a media hora de París por la E-50. Horarios: casa, de 10.00 a 12.00 y de 14.00 a 18.00; domingos, de 11.00 a 18.00; lunes, cerrada. Jardín, todos los días de 10.00 a 19.00. Precio: 3 euros; visita guiada, 4,50.

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