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Mi verdadera historia

DÍA 21

Allí mismo, en el salón, comenzamos a besarnos; en realidad, para mi desconcierto, ha tomado ella la iniciativa, como si el retiro espiritual hubiera quebrado sus defensas en relación con los "actos impuros". Dado que es más baja que yo, para buscar mi boca ha de levantar la cara, me recuerda el gesto de los polluelos en el nido, cuando la madre llega con el gusano en el pico. Yo tengo una lengua que arrojo fuera y deslizo entre sus labios sin hallar, por primera vez desde que comenzáramos a besarnos, resistencia alguna. Mientras su mano derecha, colocada en mi nuca, presiona mi cabeza hacia abajo, su brazo izquierdo rodea mi cintura presionando su cuerpo contra el mío. Estamos tan pegados el uno al otro, que tiene que notar el bulto de mi pene en su vientre. Es la primera que vez que estoy con una chica en una situación semejante e Irene se está estrenando también. Si me doy cuenta de que esa falta de experiencia es una forma de ceguera, es porque en esos instantes vivo dos vidas, la del que ve y la del que no ve. Con la vida del que ve me hago cargo del ciego y, con la del que no ve, del vidente. Así, sin lograr entregarme del todo, porque no sé, le levanto la falda y comienzo a explorar sus muslos, los dos, advirtiendo las diferencias entre el derecho y el izquierdo. Una vez rastreada esa región, y no considerando adecuado todavía acercar mis dedos a las ingles, saco de allí las manos y las conduzco ahora, por debajo de la blusa, a sus pechos, intocados desde el comienzo de nuestra relación. No estoy seguro de disfrutar, parezco más un inspector de terrenos que un amante. Ella, en cambio, no sufre desdoblamiento alguno. Me doy cuenta porque de vez en cuando abro los ojos y observo su entrega con la que tantas veces había soñado y que ahora, en cambio, me da miedo. Todas sus energías parecen puestas en su cuerpo, todo en ella es cuerpo, como si, al contrario de mí, hubiera sido capaz de suspender provisionalmente las funciones de su mente. El contacto de sus pechos provoca tal sacudida en mí que eyaculo sin remedio por encima de la goma de los calzoncillos. Me aflojo enseguida, como una estructura desencuadernada, y el calor del jugo seminal me produce una extraña culpa, la del que moja las sábanas. Entonces, Irene vuelve en sí.

Todas sus energías parecen puestas en su cuerpo, todo en ella es cuerpo
EDUARDO ESTRADA

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