Vino tinto con sifón, almendras y aceitunas de Onil
El aperitivo en mi niñez era una práctica de los domingos. Entre semana no había aperitivo. Al salir de misa de 12 acompañaba a mis padres al casino de Monóvar. Mi padre pedía un vermú seco de las bodegas de don Primitivo Quiles, excelente bitter que todavía hoy se puede comprar en las tiendas. Le añadía dos golpes de sifón que procedían de una ingeniosa máquina cromada que colgaba de la pared y que Casa Miguel Juan en Dénia mantiene activa. Mi madre tomaba vino blanco que dejaba acercarme levemente a los labios. Se acompañaba con patatas fritas hechas allí mismo, cortadas no demasiado finas, con mucho aceite de oliva y con sal gorda que se quedaba pegada. El aperitivo de verano, sin embargo, era casi todos los días, al lado de la balsa de riego donde nos bañábamos agarrados a negros neumáticos de camión. El calor de agosto imponía tomar una palometa, anís seco con agua y trozos de hielo arrancado de una barra con un martillo. El rey de la tapa veraniega era sin duda el capellanet asado, bacaladilla de lomos gordos, sabrosa y barata. A veces, los Baeza del Campello nos enviaban marraix, tiburón marrajo de sabor intenso y piel dura que devorábamos con entusiasmo antes de atacar el también escaso budellet o tripa del atún rojo braseada sobre sarmientos.
Ahora, mi condición de enólogo me obliga a probar los cientos de aperitivos que salen cada año, pero, en la canícula estival, siempre vuelvo al vino tinto con sifón, almendras fritas con sal y unas aceitunas negras de Onil, las imbatibles del Cuquello.
Rafael Poveda es enólogo.
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