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EXTRAVÍOS
Columna
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Peor

Aunque la consigna "cuanto peor, mejor" esté asociada principalmente al terreno del combate político de carácter subversivo, lo cierto es que cabe aplicarla a cualquier esfera del mundo contemporáneo en la medida en que nuestra era es inseparable del impulso revolucionario; esto es: en la medida en que funda su razón de ser en un cambio radical con el orden del pasado histórico, estigmatizado como Antiguo Régimen. En este sentido, el paradójico deseo de promover lo peor se inscribe en una voluntad de acelerar el cambio para así acceder a lo supuestamente mejor, que ha de ser la creación de un orden nuevo, exento por completo de las cortapisas heredadas. Desde siempre, el hombre se ha consolado de las estrecheces sufridas en cada momento histórico de su existencia mortal con el anhelo de conseguir algo que estuviera "más allá", pero sólo en nuestra época se ha embarcado en la ilusión de que ese alejado horizonte está, como quien dice, a la vuelta de la esquina, y está tan cerca porque lo podemos diseñar y fabricar a nuestra medida, casi tan solo con librarnos de los prejuicios atávicos que nos encadenan.

Tras dos siglos y pico de práctica revolucionaria, o, si se quiere, de Nuevo Régimen, nunca, por el momento, se ha logrado la consolidación de este paraíso terrenal al alcance de la mano, quizás no tanto porque no sea técnicamente factible producir un "más allá" en el "acá", lo que está al orden de día, sino porque indefectiblemente todo "acá" logrado te lleva a suspirar por cualquier "allá"; o sea: porque todavía, siendo mortales, no hemos logrado cerrar nuestro horizonte. ¿Lo lograríamos acaso cuando nos transformáramos en muñecos mecánicos, como parece indicarnos el progreso tecnológico? Es probable, pero entonces, nosotros ya no seríamos nosotros y no sabríamos lo que habríamos ganado o perdido con esa transformación revolucionaria de nuestro ser. En cualquier caso, lo peor de este mejor habría consistido en que, para lograrlo, se cancelaría el móvil de esta y de cualquier otra mejora: la libertad, el manantial que nutre el caudal de toda revolución terrenal.

¿Será éste el motivo del creciente prestigio del arte en nuestra secularizada época, un arte que ha dejado de ser un oficio singular para convertirse en la única promesa fiable revolucionaria de proporcionarnos el Edén sin transformarnos en otra cosa? A esta y a otras preguntas afines ha dedicado un libro el filósofo español José Luis Pardo (Madrid, 1954), significativamente titulado Estética de lo peor (Pasos Perdidos-Barataria), donde analiza los avatares del arte y la estética contemporáneos, pero sin tomar partido previo ni por los "apocalípticos", que recelan de cualquier innovación, ni por los "integrados", que piensan que están en el mejor mundo de los posibles, pues los cambios vienen rodados, aunque, en el fondo, todo siga igual. Antes, por el contrario, en un epígrafe titulado como el libro, inserto en un capítulo denominado 'Ensayos sobre la falta de oficio', Pardo nos recuerda que el fundamento del arte contemporáneo ya no es la constrictiva Belleza, el canon histórico que lo fundamentó, sino la Libertad, cuya ansia de exploración no admite fronteras preconcebidas, y, por tanto, que no se asienta en ninguna conquista, ni siquiera en el recuento institucional de sus indudables logros, como demandan hoy los beneficiarios de lo "políticamente correcto". Nos propone, sin embargo, que el arte actual se convierta en "un hogar para la mera humanidad" y añade que, para ello, "quizás... sería bueno abandonar la perniciosa idea de que la obra de arte tiene que simbolizar la verdad (que a menudo es solidaria de un mundo inhóspito y de una tierra inhabitable) para experimentar con otra vieja idea de la obra de arte: aquella que la describe como símbolo de la libertad". Pues, al fin y al cabo, sólo quienes creen en la libertad, se harán libres: auténticos transeúntes, que están aquí y allí, acullá, como el buen arte, generador de entuertos y extravagancias, requiere.

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