Spielberg y Abrams: cóctel de lujo
Juan Cueto, ese cronista siempre añorado del aquí y ahora que poseía penetrantes datos y lucidez no ya de lo que estaba ocurriendo sino de lo que iba a venir, me habló con entusiasmo de la serie Perdidos cuando esta comenzó a emitirse en Estados Unidos. Destacaba su originalidad y su misterio, su capacidad hipnótica y su atmósfera. Degusté esas virtudes durante la primera temporada. Después acabé saturado de monstruos y de un desarrollo que me resultaba caprichoso, en el que los guiones se permitían todo tipo de disparates. Me resultaba tan efectista como arrogantemente incoherente. Tampoco me dejaron el menor poso sentimental sus personajes. No lamenté que finalizara después de haber exprimido a la vaca hasta el aburrimiento. Pero conozco a espectadores cuyos gustos me merecen respeto que sienten mono de ella, que estuvieron enganchados hasta el final.
SÚPER 8
Dirección: J. J. Abrams.
Intérpretes: Joel Courtney, Kyle Chandler, Elle Fanning, Riley Griffiths, Ryan Lee, Gabriel Basso, Zach Mills.
Género: comedia dramática. EE UU, 2011.
Duración: 112 minutos.
Nada te suena a nuevo en el filme, pero el pastiche resulta admirable
Es una película con personalidad, fuerza, matices y corazón
La serie 'Perdidos' me resultó efectista y arrogantemente incoherente
Veo 'Súper 8' con mínimo entusiasmo. Los prejuicios me duran poco
Aquella serie la había creado J. J. Abrams, un triunfador que consecuentemente logró que Hollywood se colocara a sus pies, ofreciéndole un presupuesto de lujo para que dirigiera la tercera entrega de la adaptación al cine de la serie Misión: Imposible y posteriormente una nueva versión de Star Trek. Abrams no aportó nada destacable al carísimo, ruidoso y olvidable juguete al servicio de Tom Cruise. Su trabajo en Star Trek era bastante más digno.
Con esos referentes me acerco a Súper 8 con mínimo entusiasmo, mosqueado por la abrumadora promoción publicitaria con la que Steven Spielberg rodea a sus mimadas producciones. Los prejuicios me duran poco. A los 15 minutos constato que la historia de Abrams, guionista y director de esta película tan bonita, me tiene seducido. Aunque Spielberg se limite aparentemente a producir, notas que esa pandilla de críos en un pueblo siderúrgico a finales de los años setenta llevan el fascinante sello, los sentimientos, el encanto y la credibilidad de los inolvidables niños de E. T., el extraterrestre y de Encuentros en la tercera fase. Y deduces que si ese universo no lo ha creado el propio Spielberg, lo ha hecho alguien que siente veneración hacia algunas de sus historias, que se ha empapado de ellas, que logra volver a contarlas sin el menor rasgo de impostura. También comparte sus obsesiones ancestrales, como su certeza o su esperanza de que existan otros seres en el sistema planetario y que no sea excesivamente problemático comunicarse con ellos. Bueno, eso tampoco es exacto. Ese conocimiento era muy grato para los personajes que interpretaban Richard Drey-fuss y François Truffaut o para los niños que daban cobijo y amor al muy perdido E. T., pero esa fraternidad con los exóticos visitantes se iba al infierno con los salvajes invasores de La guerra de los mundos. Normal. En todas partes hay seres encantadores y malos bichos. No hace falta tener que constatarlo en Plutón o Urano, incluso en los ignotos lugares más allá del sistema solar. O dándose una vuelta por la comunidad de vecinos.
Los niños de Súper 8, amigos desde la guardería, están empeñados en rodar una película de zombis utilizando esa cámara rudimentaria, con las labores y las capacidades de cada uno bien definidas. No hace falta rastrear demasiado en las aficiones de estos precoces artistas para deducir que en su personalidad tanto Abrams como Spielberg han volcado muchos datos autobiográficos. Y entre esos críos hay de todo, incluido algo tan humano y enternecedor como que el muy orondo director del invento le ofrezca el papel protagonista a la inalcanzable princesa de sus sueños. O que exista mucho dolor en algunos de ellos porque a edad tan temprana ya sepan cómo martiriza la pérdida y la imposibilidad de expresársela a los seres más cercanos. O que la amistad, el conocimiento mutuo, la intuición de los estados anímicos del otro, sea adulta, generosa y profunda. La pandilla cinéfila descubrirá que el escenario en el que están filmando va a tener la imprevista y lírica suerte de que un tren se dirija en la noche hacia donde ellos están. Lo que no han calculado es que ese enigmático tren puede contener el infierno, la pegajosa cercanía del miedo, la constatación de que esa cosa más o menos llevadera denominada realidad se transforma y amenaza, que todo es ilógico, misterioso y sombrío.
Nada te suena a nuevo en Súper 8, pero el pastiche resulta admirable. Es una película con personalidad, fuerza, matices y corazón en la que nunca me asalta la tentación de mirar el reloj. Su visión de la infancia también me recuerda el tono de la magnífica Cuenta conmigo. Y tienes la contagiosa sensación de que Spielberg y Abrams han disfrutado haciéndola. Solo respondo de la autenticidad de esos niños oyéndolos en versión original. Los doblajes de críos o de jóvenes airados me suelen alterar los nervios más de lo normal. Esas voces casi siempre suenan a falsas.
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